La dirección pública profesional: entre el ornitorrinco y un mal ejecutado trampantojo (y III)

En dos anteriores comentarios (aquí y aquí) nos hemos ocupado de realizar un acercamiento, necesariamente somero y breve, en la normativa, y las carencias todo hay que decirlo, que presenta la dirección pública profesional en la Administración General del Estado y en las Comunidades Autónomas que han abordado la regulación de esta.

La situación, digámoslo de una vez, no es muy halagüeña. Ciertamente, y así hay que ponerlo de relieve, hemos avanzado en la configuración de este espacio profesional, pero no menos cierto es que aún hay carencias y falta de decisión política para abordar más decisivamente esta materia. Se puede decir, utilizando una castiza expresión, que si a “camarón que se duerme se lo lleva la corriente” es preciso seguir insistiendo en la necesidad de articular fielmente este espacio profesional y no aquietarnos a lo ya realizado porque sinceramente es insuficiente.

Pues bien, si esa era la situación en el caso estatal y autonómico, mucho me temo que en el caso local el diagnóstico resulta todavía peor. Veámoslo.

1. De dónde venimos: la usurpación del espacio directivo en la esfera local.

Los últimos cuarenta años han sido testigos de una profunda transformación de nuestros Gobiernos locales que han mutado su consideración tradicional como entes sólo y exclusivamente administrativos en que los cuales las funciones de dirección y gestión político-administrativa se desempeñaban, al menos en gran parte, por altos funcionarios y en que el poder de los cargos de naturaleza política en éstos quedaba prácticamente reducido, en muchos casos, meramente a funciones de representación. Puede decirse, con carácter general, y con las matizaciones que sean necesarias, que la tecnocracia local desempeñaba un número importante de funciones y, al menos en este sentido, se producía una cierta usurpación, inclusive con cierto respaldo legal, del espacio político que correspondía a las autoridades locales.

Dicha situación fue progresivamente desapareciendo al paso que la democratización de la esfera política local se plasmó de forma incontrovertible y el acceso a los cargos públicos se ha ido realizando por las elites políticas que han reclamado para sí, lógicamente, un legítimo espacio de decisión. Inclusive, en algunos supuestos, con una usurpación a su vez, en esta ocasión de carácter inverso, del espacio que corresponde ocupar a la burocracia local confundiendo los que es la actividad en la política local con el Gobierno y la gestión local. En  realidad esa dicotomía weberiana entre política y administración y esa radical, y en algunos casos, irreconciliable distinción entre los responsables políticos y  los altos funcionarios locales también ha ido diluyéndose: de una parte, por la experiencia de gobierno adquirida en estas décadas de gestión por los políticos locales; de otra, por las modernas tendencias de gestión pública –la nueva gestión pública en la terminología habitualmente utilizada- que aconsejaba la necesidad de desconcentrar la toma de decisiones en los directivos de línea y ponía de relieve la necesidad  de que, dada la complejidad creciente de las actividades públicas, los altos directivos se impliquen, sin merma de su imparcialidad, en la realización efectiva del proyecto político en ese momento sustentado y, a su vez, y a la inversa, que los responsables políticos decidan su estrategia de política pública en función también de componentes técnicos.

En ese contexto, la dirección pública ofrecía en el ámbito local, al menos hasta la reforma de 2003, peculiaridades propias que habían sido puestas de manifiesto por la doctrina que se había ocupado del tema (entre otros, JIMENEZ ASENSIO y LONGO) y que podemos resumir en las siguientes:

  • La colonización o usurpación del espacio directivo por los responsables electos en lo que se había denominado “concejal asistencial” y “concejal ejecutivo”, interfiriendo en el espacio de gestión y que implicaba dos tipos de anormalidad en la gestión local: de una parte, el olvido y la renuncia al espacio político de los electos precisamente para gestionar este espacio; de otra, la lesión de un principio constitucional como es el diseño de una Administración pública profesional y la frustración de los funcionarios pertenecientes a la función pública local que no encontraban espacio suficiente de ejercicio de su función.
  • El marco institucional y organizativo existente en el régimen local no propiciaba singularmente la articulación de un espacio directivo al concentrarse en el Alcalde-Presidente las funciones ejecutivas y prever la normativa que éstas sólo podían ser delegadas en responsables electos.
  • La diversidad de regímenes utilizados para articular la función directiva propiciaba, asimismo, una cierta confusión que no facilita la profesionalización de este espacio. En efecto, junto a los responsables electos, es preciso aludir aquí al personal eventual que gracias a un “exceso” en el Texto Refundido de Régimen Local respecto de la dicción de la Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública de 1984 y la Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local de 1985 desempeñan aquí funciones directivas, los contratos de alta dirección, los propios funcionarios de carrera, el personal laboral común y, sobre todo en municipios medianos y pequeños, los funcionarios con habilitación de carácter nacional.

Con estas mimbres no puede extrañarnos en modo alguno que existiese una cierta coincidencia, al menos entre los estudiosos del empleo público y de la organización administrativa, de que la definición de un modelo de dirección profesional en nuestro sistema de gobierno local era una asignatura pendiente en la que existían limitaciones normativas e, inclusive, como subrayó certeramente JIMENEZ ASENSIO, limitaciones institucionales y culturales.

2. La reforma de 2003: la importación del modelo LOFAGE y su convivencia con las normas autonómicas de empleo público.

 A la situación existente que se debatía entre la usurpación de funciones públicas por parte de la clase política a la que se hizo referencia en párrafos anteriores y la tendencia también existente de funcionarización del sistema directivo producto, lógicamente, del espacio no delimitado suficientemente entre la política y la burocracia pública vino a intentar dar respuesta la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de Modernización del Gobierno Local. Con poca fortuna por cierto si se atiende a los resultados.

La función directiva se articulaba, y no olvidemos que dicha norma sigue vigente en la actualidad, en torno a los denominados Coordinadores Generales y de los Directores Generales que, en principio, dependen de aquél. Aunque, ciertamente, también parece que podrán existir niveles complementarios de éstos establecidos en este caso por el Alcalde (artículo 123.1.c) que, sin embargo, no tienen carácter de órganos directivos (artículo 130.1). Se atribuía también tal condición de órganos directivos a los siguientes órganos: Secretario General del Pleno, Interventor General Municipal, titular de la Asesoría Jurídica, titular del órgano de apoyo a la Junta de Gobierno Local y al concejal-secretario de la misma y al titular del órgano de gestión tributaria en caso de que se decida su creación y los titulares de la dirección de organismos autónomos y entidades públicas empresariales.

El modelo adoptado descansaba, amén de la influencia de la LOFAGE, en dos notas: por un lado, que para desempeñar dichos órganos directivos se había de tener de forma previa la condición de funcionario de carrera del Estado, de  Comunidades Autónomas o de las Entidades Locales o funcionarios con habilitación de carácter nacional pertenecientes al Grupo A; en segundo lugar, dicho nombramiento se sostenía sobre la confianza política ya que ningún otro requisito se exigía para el nombramiento en aquel momento, sin ni siquiera hacer referencia en un primer momento a la condición establecida en el artículo 6.10 de la LOFAGE referido a la exigencia de criterios de competencia profesional y experiencia para el nombramiento de dichos órganos directivos lo que notoriamente determinaba un tratamiento todavía más desfavorable que el establecido en el sector estatal que solo se atemperó tras el EBEP y la modificación posterior efectuada del artículo 130.3 de la LBRL. Pero ni tampoco se establecían criterios sobre su permanencia ya que ésta se basaba exclusivamente, sin ningún otro criterio basado en la evaluación de la gestión, en el mantenimiento de la confianza política a diferencia de la LOFAGE.

El sistema, como en el caso de la LOFAGE, también permitía el desempeño de dichos cargos directivos a otras personas que no reuniesen el carácter de funcionario de carrera, pero en este último caso habría de ser el Pleno, al determinar los niveles esenciales de la organización municipal, el que permitiese que, en atención a las características específicas del puesto directivo, su titular no reuniese la condición de funcionario de carrera. Y en estos supuestos sí que se exigía que su nombramiento se realizase de forma motivada y de acuerdo con criterios de competencia profesional y experiencia en el desempeño de puestos de responsabilidad en la gestión pública o privada.

De esta forma, la regulación establecida arrojaba y sigue arrojando numerosos interrogantes e indudables carencias que no es posible detallar aquí, aunque baste señalar como botón de muestra la contradicción que resulta, como puede verse, de identificar un espacio directivo por una condición previa como la de funcionario de carrera y no con un conjunto de competencias, habilidades o requisitos que hayan de reunir los que hayan de desempeñar dichos puestos de trabajo, aislando unas funciones para las cuales se exigen requisitos distintos a los que, de un lado, la política y, de otro, la burocracia profesional exigen. No conjugando ambos criterios como realiza la Ley.

Pero es que, además, la definición de un espacio directivo no puede realizarse sin la definición del espacio en sí, es decir, de los requisitos singulares de acceso y permanencia en dicho espacio, de si el régimen retributivo va a estar vinculado decisivamente al desempeño, el régimen de sus prestaciones sociales, etc. Tan sólo se contempla que éstos quedarán en situación de servicios especiales y que están sujetos al régimen de incompatibilidades establecido en la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de Incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones Públicas.

Mención aparte merece la conciliación, difícil sin duda, de esas normas básicas con la legislación dictada por las CCAA, de necesaria aplicación de acuerdo con lo que, en su momento y a mi juicio de forma equivocada, estableció la jurisprudencia del Tribunal Supremo al exigir la existencia de una normativa autonómica para que el Reglamento Orgánico de cada entidad local pudiese regular la función directiva (STS 17 de diciembre de 2019, rec. 2145/2017).

La concepción del Estatuto Básico del Empleado Público, que no es sino reflejo del reparto constitucional de competencias, de empoderar a las Comunidades Autónomas para que sus leyes abordasen la regulación de la función pública autonómica y la local, y todo ello sin perjuicio de respetar a las entidades locales un espacio normativo suficiente, ha tenido una traslación en esta materia podría decirse que un tanto diversa y , en algunos casos, problemática, y ello por una doble razón: la primera, por no haberse desarrollado, salvo alguna excepción como el caso del país vasco, la función directiva en las normas autonómicas referidas al régimen local sino en las de empleo público; la segunda, porque, en el esquema referido, el papel de la legislación autonómica es preciso tenerlo muy claro para que, de un lado, no se produzcan vacíos en la regulación legal ni, en el sentido contrario, intromisiones indebidas en el papel que debe quedar reservado a las entidades locales. Mucho me temo que no ha sido así y basta ver lo dispuesto en las normas autonómicas dictadas que abordan esta materia para percatarse de que, salvo algunas excepciones, la mayoría, a pesar de ser de aplicación a las entidades locales, han ignorado a estas y a su regulación.

Y es que, como he expuesto en otro lado (aquí), el papel de la legislación autonómica ha de centrarse, de un lado, en delimitar aquellos aspectos que deben ser comunes al personal de las Administraciones públicas en el ámbito autonómico correspondiente y, por tanto, posibilitar un cierto equilibrio, que no necesariamente uniformidad, entre los distintos colectivos en relación a las condiciones de trabajo, en términos de equidad externa e interna, con independencia de su adscripción a una u otra Administración pública; de otro, y en forma complementaria al anterior, determinar en qué aspectos la norma autonómica ha de asumir un papel meramente directivo dejando a las entidades locales la posibilidad de optar entre diversas soluciones o, simplemente, establecer su propio sistema en el marco de la norma autonómica haciendo efectivo el principio de autonomía universitaria y local.

Ejercida la competencia autonómica en esta materia deberían poder las entidades locales, a través de sus Reglamentos Orgánicos, proceder a dicha regulación propia. Bien es cierto que, en algunos casos, la norma autonómica al focalizarse esencialmente en la Comunidad Autónomas ha olvidado la necesaria articulación de esa normativa con la existente en el nivel local. Esto planteará problemas no me cabe duda. Más cuanto más se haya ignorado las peculiaridades del espacio local. Y ya ha de advertirse que no todas las regulaciones lo han establecido adecuadamente. Y es que es preciso señalar, y como ya advirtiera JIMÉNEZ ASENSIO, que cuando esta cuestión no es de atención específica en las normas locales autonómicas se desdibuja en la regulación autonómica de empleo público la dirección pública local. Y esto, me temo, es lo que ha sucedido en muchas normas autonómicas lo que ocasionará problemas interpretativos respecto de las previsiones establecidas en la legislación de bases de régimen local para los municipios de gran población.

De esta forma, y con carácter general, las normas autonómicas dictadas que incluyen a las entidades locales en su ámbito de aplicación se refieren a la función directiva, con mayor o menor alcance y con mayor o menor fortuna, pero lo cierto es que proceden a desarrollar el EBEP en esta materia y habilitan un espacio para la regulación local. Y lo hacen con diversas y diferentes fórmulas.

Así, y a título de ejemplo, el artículo 10 apartado 8 de la Ley 2/2023, de 15 de marzo, de Empleo Público de Asturias. va a establecer una aplicación mínima sin perjuicio de lo que disponga la legislación específica local. Igual ocurre en el caso de La Rioja en el que la Ley 9/2023, de 5 de mayo de Función Pública de La Rioja va a establecer en su artículo 9 similares previsiones.

En otros supuestos, como es el caso del artículo 21 Ley 4/2021 de la Función Pública de Valencia, se declara a la regulación efectuada como normas supletorias de su regulación específica lo que arroja dudas sobre la posibilidad de desarrollo por parte de los entes locales, mientras que, en otras como resulta el caso de Asturias, expresamente se declara aplicable sin perjuicio de las normas que se refieren a la función directivas en los municipios de gran población.

Más problemático son otros supuestos como es el caso de Andalucía en que, si bien las previsiones de la norma en distintos aspectos parecen acertadas, en esta concreta materia, la norma parece estar pensando exclusivamente en la Administración andaluza sin que haya establecido unas normas mínimas para la dirección pública profesional de las distintas Administraciones públicas de Andalucía y habilitar a los entes locales a que desarrollasen dichas previsiones.

En definitiva, mucho nos tememos que este guirigay regulatorio en la materia no ayudará a que la dirección pública profesional en el nivel del gobierno local se abra paso en forma coherente y se mantendrán serios riesgos de que el mismo quede por personas que más que a la competencia profesional, por muy funcionarios de Grupo A que sean, responden a la confianza política.

3. Conclusión: La dirección pública profesional una asignatura pendiente.

En una entrada a este blog, hace ya algún tiempo (aquí), nos hacíamos eco del Informe de Fiscalización nº 1424 realizado por el Tribunal de Cuentas a fin de verificar el cumplimiento de la normativa aplicable a los contratos de alta dirección, a su régimen retributivo y a las indemnizaciones por cese en el periodo temporal de 2019. En el concluíamos los graves déficits que la función directiva tenía en el sector público y argumentábamos que en la ausencia de regulación y de indefinición la problemática había estado servida todos estos años, y de todos son conocidos célebres polémicas en la designación de altos cargos y pronunciamientos jurisdiccionales críticos a una libérrima actuación, ya sea respecto de los nombramientos o de los ceses, que nos recuerdan que aún distamos de haber encontrado la necesaria fórmula.

La regulación realizada, en los distintos niveles territoriales, como ya se ha apuntado se encuentra sin embargo alejada de los estándares internacionales de los que nos hemos hecho eco y la consecuencia de ello es que todavía, en gran medida, España arrastra carencias en la función directiva ya que el Grupo de Trabajo sobre Gestión y Empleo Público de la OCDE, en sus informes periódicos de situación, sitúan a España en los últimos lugares en este concreto aspecto (aquí) cuya regulación abordaremos en una próxima entrada dada la brevedad requerida en este espacio.

En el espacio local ni el sistema de provisión de puestos mediante libre designación ni la existencia del denominado personal eventual dan cumplida respuesta a dicha necesidad. Tampoco el modelo de la LOFAGE trasladado con la Ley 57/2003, de 16 de diciembre al espacio local, y que consagra un modelo mixto que opta fundamentalmente por la funcionarización, y de forma excepcional por la atribución de dichas funciones a quienes no reúnen las condición de funcionario público, parece la solución sobre todo si no se definen otras cuestiones previas, a saber: la definición del estatuto en que se integra dicho personal, su articulación con el resto de la función pública, la opción o no por unas condiciones socio-laborales regidas por el principio de universalidad con el sistema de empleo público, las condiciones de acceso a dicha categoría, el régimen de situaciones administrativas, de permanencia y de progreso, el sistema de formación exigible, etc… A lo más que se llega, y asentado el sistema asimismo en la confianza política, es a establecer, como con acierto ha subrayado algún autor, un sistema “spoil system de circuito cerrado”. De alguna forma, se produce aquí la discusión que JHERING apuntara en su trabajo “El cielo de los conceptos jurídicos”, la discusión sempiterna entre la realidad del ser y la idealidad del pensar.

Y todo ello sin olvidar la propia diversidad del régimen local que obligaría, también en este espacio directivo, a plantear soluciones de “geometría variable” ya que difícilmente son trasladables sin más las reflexiones que se realicen para municipios de una cierta entidad poblacional y financiera con las que puedan realizarse cuando nos referimos  pequeños municipios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *