El fomento de la ética de los cargos públicos a propósito de la Ley de Transparencia.
Asumir que se tiene un problema es el primer paso que ha de darse para solucionarlo. De lo contrario, ni siquiera será posible implementar una solución, por muy mala que ésta sea. Esto fue lo que asumió el gobierno de EE.UU. cuando creó la Oficina de Ética como consecuencia de la falta de confianza de sus ciudadanos tras el escándalo del watergate. Nos lo contó la semana pasada en su viaje a España una de las «madres fundadoras» de la Oficina de Ética: Jane S. Ley, actualmente retirada de sus funciones como directora adjunta de la Oficina y dedicada a asesorar al departamento de estado del gobierno norteamericano en programas internacionales de lucha contra la corrupción y fomento de la integridad en los cargos públicos.
La conferencia de Jane S. Ley fue encaminada a contar su experiencia a lo largo de estos años en la Oficina de Ética y cuáles son las medidas que se adoptaron para fomentar la transparencia en las administraciones públicas y la integridad de los cargos públicos. El papel de la Oficina es, fundamentalmente, preventivo y, en este sentido, si bien también opera con posterioridad a que se produzcan conductas no deseadas el principal objetivo es que se eviten. Los cuatro puntos cardinales en los que se basa el funcionamiento de la Oficina son los que pasamos a comentar brevemente.
En primer lugar, todos los organismos públicos -así como organizaciones no gubernamentales y partidos políticos- tienen que tener un código de conducta que es aplicable a todo el personal, ya sea funcionario o político. Cuanta más antigüedad tiene un cargo más se le exige el cumplimiento de las normas éticas por dos motivos: en primer lugar, por el papel ejemplar que tienen que jugar con relación a los más jóvenes; y, en segundo lugar, porque después de una trayectoria profesional las relaciones son más importantes y es más fácil incurrir en un conflicto de intereses. Para evitar esto último se tomó la decisión, bajo el gobierno de Bush padre, de incrementar de una manera importante los salarios de los cargos públicos, lo que redundó en un mayor cumplimiento de las normas éticas.
En segundo lugar, es imprescindible la publicación de información financiera de todo tipo. Es decir, los ciudadanos tienen el derecho a conocer cuáles son las rentas de los cargos públicos. Los motivos, que también han estado muy presentes en los medios de comunicación en España últimamente con ocasión de la aprobación de la Ley de Transparencia, son el aumento de la confianza de los ciudadanos con relación a sus gobernantes, hacer ver que no existen conflictos de interés y demostrar así la integridad de los cargos públicos. Al hilo de la publicidad de la información financiera se habló de la transparencia que existe con relación a las donaciones a partidos políticos en EE.UU. Cualquier donación que supere los 50$ es publicada en la web de Open Secrets. Y no sólo eso, invitamos al lector a navegar por la web y verá la ingente cantidad de información sobre lobbys, donaciones, cargos públicos y políticos que contiene.
En tercer y cuarto lugar, es absurdo aprobar códigos éticos si no se garantiza su cumplimiento. Para ello, cada organismo público tiene un departamento de ética con responsables que se encargan de la formación continua y de ofrecer un sistema inmediato de resolución de dudas. Gracias a lo anterior -y, por supuesto, gracias a la voluntad de las personas en concreto que son las que, al fin y al cabo, hacen posible todo- se garantiza el cumplimiento de los códigos.
Jane S. Ley al finalizar estos cuatro puntos hizo una reflexión que tenemos que hacernos a la hora de aprobar leyes -efectivamente, nos referimos a la Ley de Transparencia- puesto que dijo que la implementación de las propuestas que se plantearon en los inicios del funcionamiento de la Oficina de Ética han sido posibles porque eran razonables y asumibles. Esta idea que parece sencilla hay que tenerla muy presente porque no podemos plasmar sobre el papel lo que luego no vamos a ser capaces de cumplir. Asimismo queremos destacar el hecho de que Jane S. Ley no diferenció en ningún momento la figura del funcionario público de la del político. En el sentido de que es necesario el mismo nivel de exigencia para ambos tipos de cargos. Actualmente, en España, el foco está puesto en los cargos políticos, obviando, o más bien dando por sentado que los funcionarios públicos tienen una integridad innata sobre la que no es preciso ejercer ningún tipo de control. Ojalá fuera así, pero consideramos que el fomento de la transparencia y evitar los conflictos de intereses es igual o más deseable de los funcionarios públicos que de los políticos -en tanto que éstos últimos están sujetos al menos a la elección popular, no así los primeros-.
No sabemos si con la aprobación de la Ley de Transparencia conseguiremos lograr la tan ansiada transparencia e integridad en los cargos públicos españoles. Lo que sí podemos decir es que sin una voluntad de las personas que trabajan al servicio del interés público lo que la ley diga quedará en agua de borrajas. De hecho, para muchos aspectos que ahora recoge la Ley no hacía falta una regulación expresa -que, no obstante, si se cumple, bienvenida sea- porque ya teníamos base legal suficiente para promoverlo.
Además de lo anterior, el ejercicio del derecho a la información en la Ley de Transparencia se prevé como una especie de camino tortuoso dirigido más a aburrir al ciudadano que a ofrecerle de una manera cómoda la información. Con los medios tecnológicos con los que contamos hoy en día resulta absurdo tener que ir detrás de la administración para que te ofrezca datos -ojo: que aquí juega la desestimación presunta, es decir, si en el plazo de un mes no se da contestación expresa al ciudadano sobre su petición, se entiende desestimada-. La experiencia norteamericana, como cualquier experiencia, no es perfecta. Pero lo cierto es que hemos podido ofrecer más enlaces con datos reales sobre la administración de EE.UU. que la española.
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