Las dificultades para gobernar los nuevos ayuntamientos
Los ayuntamientos que han resultado de las últimas elecciones tienen una diversidad política que dan un colorido muy novedoso a las posibilidades y también a las limitaciones que tienen las corporaciones locales. Hay alcaldes que han resultado elegidos con pactos de gobierno; otros han contado con pactos para la investidura; y otros, simplemente lo son por haber encabezado la lista más votada. Es un nuevo tiempo para la política y el gobierno de las ciudades en el que las cosas no van a ser como hasta ahora. Ni siquiera en aquellos consistorios cuyo alcalde tiene el respaldo de la mayoría absoluta de sus concejales, las cosas van a ser como han venido siendo.
La gente -quienes no son actores de la contienda- entiende que ya basta de tanta mayoría absoluta, que no puede ser que quien «manda» haga «lo que le dé la gana» y que es bueno que tengan que «contar unos con otros» para decidir y hacer «aquello que más conviene a la ciudad». A esta misma conclusión «de la calle» llegan los analistas y otros que intentan crear opinión. En los sistemas democráticos las elecciones son un intento de someter la política al sistema métrico decimal, pero como resulta que la política tiene tanto de irracional, nada más pasar la contienda electoral, son muchos los que se pronuncian y aseveran al respecto como si hubieran consultado al oráculo.
Ciertamente, estamos ante un nuevo tiempo en el que la gobernabilidad de los municipios vendrá condicionada por las nuevas formas que la sociedad demanda (transparencia, gobiernos abiertos, nueva ética pública, nuevos valores, etc.); y por la manera de tomar las decisiones, que ya no se podrán adoptar desde la imposición sino desde el acuerdo. La soberbia de «mi» razón tendrá que pasar por la humildad de atender «otras» razones. Y es que, los nuevos ediles municipales deben tener a mano estos versos de A. Machado:
¿ Tu verdad ? No, la verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya guárdatela.
[Proverbios y Cantares. A. Machado, 1917.]
Pero esto que resulta tan poético no va a resultar fácil. A nuestro modo de ver hay dos limitaciones muy importantes: una cultural y otra de tipo legal.
Nuestros ayuntamientos arrastran una cultura política, desde hace 36 años, que se basa en la confrontación. En nuestro régimen local, quien ganaba unas elecciones lo ganaba todo y quien perdía, prácticamente, no tenía nada que hacer (desde la óptica del gobierno, si acaso incordiar y/o emprender acciones legales). Esta concepción que resultó muy efectiva en un principio para transformar las ciudades, ha tenido unos costes muy altos para la política local. Pasar de esa situación, en la que no se contemplaba a la oposición, a un dialogo fluido para encontrar las mejores soluciones desde las distintas posiciones políticas, requiere nuevas maneras que hay que interiorizar y practicar por parte de todos los actores. Porque claro, la oposición, en esta dinámica de solución política mediante el conflicto, cuando algo salía como ella quería era también mediante la imposición -por obra y gracia de la aritmética-.
En el año 1991 la Universidad Complutense de Madrid invistió doctor honoris causa a Karl Popper y en la lección magistral que pronunció abordó, de manera muy sintética, una de las preocupaciones de su obra. Trató los principios y fundamentos del dialogo racional y el debate, es decir, de la discusión encaminada a la búsqueda de la verdad. Estos principios éticos podríamos resumirlos así:
- Todo debate debe de estar presidido por el principio de la falibilidad. Seria algo así como decir que quizá yo este equivocado y quizá usted tenga razón, pero, desde luego, ambos podemos estar equivocados.
- La segunda premisa tiene que ver con la racionalidad del dialogo. Queremos críticamente, pero sin ningún tipo de critica personal, poner a prueba nuestras razones a favor y en contra de nuestras variadas teorías. Esta actitud critica a la que estamos obligados a adherirnos es parte de nuestra responsabilidad intelectual.
- Y, finalmente, la aceptación de que el debate aproxima a la verdad como idea del interés general. Podemos casi siempre acercarnos a la verdad con la ayuda de tales discusiones criticas impersonales (y objetivas), y de este modo podemos casi siempre mejorar nuestro entendimiento; incluso en aquellos casos en los que no lleguemos a un acuerdo.
Esta epistemología y esta ética del dialogo para llegar acuerdos en los que se plasme el interés general es, ante todo, un compromiso de tolerancia entre los distintos actores. Esta tolerancia y reconocimiento de igualdad de cada edil, en cuanto miembro de la corporación local que representa a la ciudad y busca su bien común, está muy lejos de la práctica política habitual.
La segunda de las limitaciones a las que nos referíamos antes es el marco formal, las normas y su aplicación. Tenemos un régimen legal que encomienda el gobierno y la administración de los municipios a los ayuntamientos, integrados por los alcaldes y los concejales, debiendo estos ser elegidos por los vecinos mediante sufragio. Este mandato constitucional se orienta hacia planteamientos de corte corporativo, de participación entre los integrantes de la corporación, de acordar, de encontrar soluciones a los problemas comunes de la ciudad. En definitiva, el ayuntamiento entendido como una extensión de la idea de concejo abierto de los vecinos. Después, la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local, en 1985, delimitó claramente las competencias del alcalde y las del pleno del ayuntamiento, en la idea de que el primero asegurara el funcionamiento del gobierno y la administración municipal y el segundo controlara la acción del gobierno y planificara y aprobara las grandes lineas de actuación. Las reformas posteriores han ido en la linea de reforzar los poderes del alcalde para configurar un modelo de auténtico gobierno local. Sin embargo, hay una serie de cuestiones que desfiguran todo esto. Es decir, que el pleno con su mayoría puede condicionar muy seriamente la gobernabilidad o, lo que es lo mismo, que no es cierto que el régimen legal vigente permita al alcalde asegurar la dirección del gobierno y la administración, como le atribuye el art. 21 LRBRL.
Aunque no podemos abordar en esta entrada todos los elementos de distorsión a los que nos hemos referido -y ello sin perjuicio de que los tratemos en futuras entradas- nos referiremos a algunas de las cuestiones que pueden originar distorsiones cuando el alcalde no sea capaz de encontrar los acuerdos entre la mayoría de los concejales. El más importante quizá sea el proveniente de la autonomía municipal y su potestad de autoorganización. La potestad de darse normas a sí misma cada corporación sobre su organización y funcionamiento es competencia del pleno, y sus posibilidades llegan a un nivel que ciertamente pueden condicionar al alcalde en sus atribuciones en asuntos tan sensibles como, por ejemplo, la fijación del orden del día del pleno y comisiones (pudiéndose atribuir a la junta de portavoces y no al alcalde, por ejemplo). Otro tanto cabe decir del desarrollo de los plenos, mociones, propuestas y dictámenes. Hay una serie de materias que son trascendentales, como las ordenanzas fiscales, en las que la iniciativa para aprobación o modificación no necesariamente han de ser del alcalde. Estos son solo algunos ejemplos de los problemas de gobernabilidad con los que nos podemos encontrar en este mandato.
Esa idea corporativa de los ayuntamientos a que alude la Constitución, unida a la fuerza expansiva con la que los tribunales han venido interpretando el derecho de participación del art. 23 CE, ha hecho que en vía jurisdiccional los pronunciamientos hayan ido a favor de atribuir competencias al pleno en detrimento del alcalde. Muy al contrario de la cláusula residual de la que este goza en el art. 21 LRBRL. Con lo cual, a las deficiencias del marco legal para asegurar la gobernabilidad aunque el alcalde no goce de las mayorías plenarias, hay que añadir que tampoco los pronunciamientos jurisdiccionales han creado una doctrina que favorezca. Hay más bien una visión proclive a la naturaleza corporativa de los ayuntamientos y no a la presidencialista que configura realmente nuestra Constitución.
Así pues nos enfrentamos a tiempos marcados por los nuevos valores políticos emergentes, con unas corporaciones cuya pluralidad ha pulverizado las mayorías, sin experiencia en el diálogo y el acuerdo. Si los nuevos ediles son capaces de encontrarlo sin tener que tirar de leyes, las cosas funcionaran y se abrirá un nuevo tiempo lleno de ilusión. Si, por el contrario, no se sabe encontrar la solución del acuerdo y el destierro de la imposición, por parte de todos, y se acude a las leyes y a los tribunales para encontrar las soluciones, hay que tener en cuenta que nuestro marco normativo no garantiza la gobernabilidad de los ayuntamientos. La reciente reforma local (LARSAL) ha sido la ocasión perdida para acomodar las leyes a los nuevos tiempos. El fracaso de la reforma es patente. Hasta los sueldos de los ediles que se acaban de regular, han traído una conflictividad desconocida hasta ahora.
Personalmente, no me gusta la palabra regeneración. Cuando miras la historia de este país y te encuentras aquellos bien intencionados como Joaquín Costa -prescribiendo para la enfermedad que aquejaba a este país cirujano con mano de hierro capaz de sanar los males que padecía- y malintencionados que se apropiaron su discurso después para justificarse, me cuesta mucho hablar de la palabra regeneración. Veo muy difícil que gente con estilo de gobierno antiguo, con los valores de hasta ahora, sea capaz de adaptarse con suficiente dignidad a los nuevos tiempos. Quizá, como decía Larra, para tiempos nuevos se necesitan hombres nuevos.
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