A vueltas con la inacabada reforma de la Administración Pública (I)
Las distintas vicisitudes acontecidas en nuestro país a lo largo de los últimos meses, como consecuencia de la pandemia vírica a la que aún hoy hemos de hacer frente, han situado al universo de nuestras administraciones e instituciones públicas frente a un espejo que, como era de prever, ha reflejado sus más y sus menos. Por un lado, las relevantes capacidades de distintos sectores del quehacer público para hacer frente a una catástrofe de la magnitud global que vivimos, pero también, y no podemos olvidarlo, de algunas carencias que nos mueven a realizar esta reflexión.
En el campo del haber, como resulta notorio, es preciso destacar a aquellos colectivos de profesionales públicos que de forma directa han debido responder, en ocasiones con escasez de medios, a los requerimientos de un acontecimiento que no venía con libro de instrucciones. En el campo del debe, sin embargo, también se han mostrado carencias. Desde las demoras en la tramitación de prestaciones, consideradas vitales en el momento que vivimos, hasta otros campos como la prestación de servicios de forma virtual que ha puesto de relieve el todavía escaso camino transitado hacia una Administración digital, la descoordinación interadministrativa en importantes áreas de la acción pública baste citar a estos efectos los datos epidemiológicos o, por citar un último ejemplo de general conocimiento, la dificultades de poner en marcha mecanismos de rastreo en un sector público con enormes contingentes de personas a su servicio.
Me temo que la gestión de los fondos europeos con los que contará el país en los próximos años podría ser, espero equivocarme, un nuevo episodio de la incapacidad de nuestro sector público para adaptarse a tiempos de incertidumbre con una Administración, todavía y en mayor medida, burocrática y de una eficiencia más que discutible que estaba pensada y estructurada para otros tiempos.
En cualquier caso, creo que, una vez más y ya van más de una en el siglo que hemos comenzado a transitar, se nos sitúa frente a la necesaria, y siempre postergada, reflexión de si es preciso de que por fin transitemos por un escenario de reformas de calado en los procedimientos, en la organización y en los recursos humanos de nuestro sector público.
Tabla de Contenidos
1. Las insuficientes reformas acontecidas en los últimos años.
En los últimos años los responsables públicos, la doctrina especializada, y la opinión pública en general, se ha preocupado de relevantes debates sobre el papel y las funciones de la Administración pública. Su forma de actuación sujeta al Derecho público y al privado, las nuevas personificaciones jurídico-públicas, las fórmulas idóneas para la prestación de los servicios públicos, el propio alcance de su vinculación al principio de legalidad y los deberes de conducta del sector público han estado, entre otros, en el punto de mira de éstos. Debates motivados, en último término, por la insatisfacción que produce el modelo de legitimación clásica administrativa -que como sabemos encuentra su fundamento en la simple ejecución automática de la ley-, y que han motivado, finalmente, que se hayan concentrado esfuerzos para reforzar esa legitimación con nuevas perspectivas.
Si el papel del Estado fue realzado a inicios del pasado siglo con la finalidad de mejorar las desigualdades que los “fallos del mercado” habían ocasionado a lo largo del S. XIX, desde mediados de ese siglo, pero fundamentalmente desde la crisis del petróleo en la década de los setenta, comienza un persistente movimiento en que se pone un especial énfasis en el incremento de la eficiencia del sector público precisamente para hacer frente, en este caso, al incremento creciente del déficit público y a las necesidades de mejora de la gestión pública a fin de mejorar su credibilidad como gestora del Estado de Bienestar (PAREJO ALFONSO, ORTEGA ALVAREZ, etc.). De esta forma, prácticamente todas las propuestas de reformas estructurales de la Administración, desde ese momento, han partido de la premisa de que una organización capaz y un proceso de toma de decisiones eficiente era esencial para conseguir una Administración receptiva, eficaz e innovadora (OCDE). Para, en definitiva, conseguir una buena Administración (SÖDERMAN, PONCE, etc.).
De esta forma, y ya desde esa época, se incrementaron progresivamente las voces que reclamaban un cambio en las formas y en los medios para gestionar el sector público. La modernización del sector público ha sido un tema recurrente en nuestro país, y en los países de nuestro entorno, desde la década de los ochenta. Procesos de mejora de la atención al usuario y del reconocimiento de una esfera de derechos en sus relaciones con la Administración pública, implementación de cartas de servicios e introducción de políticas de calidad, acciones de simplificación y descentralización administrativa, desarrollo institucional y gestión pública social, limitaciones fiscales al crecimiento del sector público junto al crecimiento de la demanda de servicios propia de una sociedad de bienestar, son procesos, todos ellos, que han ido acompañando la idea de que necesitamos un sector público que, racionalizando sus recursos y optimizando sus resultados, sea más que una rémora, una infraestructura imprescindible que proporciona credibilidad y seguridad en el cumplimiento de sus compromisos de servicio a la sociedad en su conjunto y a cada uno de los ciudadanos para mantener la capacidad de supervivencia y competitividad del país en el mundo globalizado e interdependiente en el que nos movemos.
Y es que los cambios que acontecen en la sociedad actual, que se autodenomina como de la información y del conocimiento, está afectando, y más afectarán aún en el futuro, a un conjunto de sistemas relacionales y de funcionamiento de la sociedad española. A nuestro sistema económico, pero también afectará progresivamente a la concepción tradicional del poder público y a sus formas de actuación. A su organización ciertamente, pero también ineludiblemente a los procedimientos de toma de decisiones y de consecución del interés general. Algunos elementos han presidido este cambio en la faz y dimensión de nuestra Administración, entre otros: la integración europea, el cambio del papel del Estado en los diversos sectores económicos y sociales, la consolidación de la estructuración territorial establecida en nuestra Constitución y la democratización de nuestras instituciones. Asimismo, los cambios tecnológicos producidos y el cambio cultural y de valores respecto de la respuesta que se espera de nuestras Administraciones públicas, junto a los anteriores factores ya mencionados, han determinado la necesidad de articular nuevos procedimientos en las relaciones de éstas con los usuarios de los servicios públicos y la introducción de la idea, por primera vez, de que la permanencia de las instituciones públicas debe venir condicionada, en buena medida, a la obtención de ciertos resultados.
La consecución de estos objetivos, centrados en la idea de transitar desde una administración de procedimientos a otra de responsabilidad (SCHMIDT-ASSMANN), ha ido acompañada de procesos de transformación en las formas y en los procedimientos que se han basado, en lo esencial, en distintos ejes: la introducción de técnicas de management privado, la desregulación y la desburocratización, la mejora de la gestión de los recursos humanos, la participación ciudadana, la incorporación de medios electrónicos y telemáticos, la idea de control más allá de la legalidad y, más recientemente, del refuerzo de la integridad pública a través de instrumentos como la transparencia y el denominado buen gobierno. El impulso para los cambios que han acontecido ha tenido diversas fuentes, entre otras: las grandes innovaciones tecnológicas, la crisis fiscal de los estados y, por supuesto, cambios ideológicos y en el contrato social. Pero aún subsisten rémoras a superar.
En efecto, en los últimos años, se ha producido una transformación de nuestras Administraciones públicas, pero siendo cierto dicho hecho no es menos cierta la afirmación de que nuestras Administraciones públicas habiendo cambiado los objetivos sin embargo siguen operando en buena medida casi con los mismos procedimientos (incluyendo la digitalización de la burocracia). Si efectivamente, y como se reconoce con carácter general, nuestro país ha sufrido importantes cambios en las últimas cuatro décadas, dichas transformaciones no se han traducido suficientemente en las formas de operar de nuestras instituciones públicas que no han experimentado similar transformación.
Cambios exigibles que, por otra parte, y como se ve no se reducen a transformar ventanillas en espacios abiertos al ciudadano, a cambiar los manguitos por tarjetas de identificación, o a tener sede electrónica, páginas webs o redes sociales, sino que seguramente exigen, y dado el volumen de PIB que gestionan, en desempeñar una función de dirección estratégica respecto de ese volumen de gasto y de gestión de los recursos que tienen las mismas. En definitiva, que sepan dar una respuesta, con todas las garantías de control y transparencia democráticas exigibles, a los problemas colectivos que acechan a la sociedad en su conjunto en esta nueva etapa.
2.Lecciones aprendidas en los últimos treinta años.
Durante los últimos treinta años la mayoría de los países de nuestro entorno han registrado cambios muy significativos en las actitudes hacia los gobiernos y las administraciones públicas. Prácticamente todos los países han experimentado reformas importantes en las funciones, estructuras, sistemas de personal y de gestión de las administraciones públicas. Y ¿qué ha acontecido? ¿Cuál es el resultado de las reformas emprendidas?.
La OCDE (Modernizing Government. The Way Forward. OCDE. Paris., 2005) ha constatado que, a lo largo de este tiempo de reformas, los gobiernos han incrementado sus funciones respecto de la sociedad (su peso respecto del PIB sigue moviéndose en un entorno del 40% con una presión creciente por las pensiones, la educación, la salud y los servicios sociales), bien es cierto que han mutado la naturaleza de los problemas que tienen que enfrentar y los modos de intervención pasando del llamado estado productor y proveedor de servicios al estado regulador como consecuencia de la complejidad de las sociedades.
Pero quizás lo más relevante son las lecciones aprendidas. ¿Qué se ha aprendido en estos años de reformas del sector público? En opinión de la OCDE si bien éstas han conseguido que los gobiernos en general sean hoy más eficientes, transparentes, receptivos y focalizados en el desempeño que con anterioridad, si cabe señalar en opinión de ésta algunas reflexiones:
- La modernización depende del contexto. Lo que funciona en un país puede no funcionar en otro debido a los diferentes entornos institucionales de los reformadores. Las reformas deben tener en cuenta el momento, la naturaleza de los problemas y las soluciones que resulten apropiadas. Otros temas que dependen del contexto son la rendición de cuentas y el control, el involucramiento de la sociedad civil y las empresas en la provisión de servicios, el uso de mecanismos tipo mercado y la línea divisoria entre lo público y lo privado.
- Los cambios hechos en las reglas, estructuras y procesos no han conseguido cambiar los comportamientos y las culturas. La realidad no se ha correspondido con la retórica y a veces las reformas han producido consecuencias inesperadas y perversas que han afectado valores subyacentes del servicio público. Mucho de esto procede de no ver las Administraciones Públicas como parte de un sistema más amplio de gobernanza pública.
- Las reformas se tienen que diseñar y ejecutar desde el conocimiento de la dinámica del sistema de administración pública como conjunto y de cómo funciona como parte de la estructura de una sociedad que refleja una historia única y una estructura institucional y cultural determinadas. Las reformas tienen que calibrarse a los riesgos y dinámicas del propio sistema administrativo.
- Las mismas técnicas e instrumentos de reforma funcionan y producen resultados diferentes en los diversos países. Además, las técnicas de gestión desarrolladas en el sector privado se han revelado problemáticas cuando se transponen a la Administración Pública. No hay soluciones genéricas que se impongan por su fuerza técnica a los problemas de la Administración Pública. Cada país viene de una trayectoria histórica, constituye un contexto único y enfrenta problemas diferentes. Las políticas de reforma administrativa actúan sobre sistemas vivientes constituidos por sus instituciones, reglas, valores e incentivos. El sistema puede haberse instalado en un equilibrio inconveniente para los ciudadanos. De ahí la necesidad de las reformas. Pero éstas no pueden considerarse como aplicación de soluciones técnicas a los problemas del sistema social que se trata de reformar. Las reformas administrativas son, ante todo, el contenido de una política pública, la política de Administraciones Públicas o modernización o reforma administrativa, además de ser elemento transversal de todas las políticas públicas sectoriales en la medida que entrañen reconfiguraciones de los sistemas y elevación de las capacidades de gestión pública. Las reformas administrativas son substancialmente políticas.
- Las reformas deben considerar que la gobernación opera dentro de un marco constitucional y legal que es necesario considerar en su integridad. Las estructuras del gobierno y la administración están embebidas en el sistema global de gobernanza pública. Por ello una reforma sólo será efectiva cuando consigue inducir el cambio en una diversidad de actores. Por ejemplo, la gestión y la presupuestación orientadas a resultados no sólo requiere cambios en las unidades concernidas sino en el Ministerio de Hacienda, en los niveles políticos del gobierno y en los legisladores.
- La reforma es un proceso continuo. No se hace una gran reforma para siempre. Mientras la sociedad continúe evolucionando, el gobierno y la administración pública deberán seguir adaptándose. En nuestro tiempo el objetivo clave es lograr la “eficiencia adaptativa” que pasa por construir y disponer de la capacidad de hacer los ajustes necesarios, teniendo en cuenta la totalidad del sistema. Las políticas de gestión pública eficientes necesitan un diagnóstico claro de los problemas y una evaluación de los resultados. El ritmo y los objetivos de las reformas han sido muy diferentes en los distintos países.
Pues bien, si se ha leído atentamente estas reflexiones, y por centrar una idea que nos parece clave, una reforma de la Administración, que con rigor pretenda modernizar esta, no se agota en el marco de un programa de gobierno, sino que requiere una visión de largo plazo, una voluntad política mantenida y consensuada entre los distintos actores y un esfuerzo continuado de implementación. Todo lo que nos ha fallado en nuestro concreto caso. Solo a borbotones, y como consecuencia de la necesidad y no de la virtud (el teletrabajo es un buen ejemplo de ello), se han implementado los cambios necesarios. En todos nosotros seguramente están presentes las distintas iniciativas normativas, planes e informes que en nuestro país se han realizado, todas ellas sin duda han identificado con ambición sus objetivos, mucho menos han ofrecido resultados que se puedan tildar de satisfactorios.
Y es que, seguramente, deberemos de concluir de que, aún cuando la reforma está presente en todos los programas de nuestros partidos políticos, no es esta una cuestión que ofrezca réditos a corto plazo, más bien al contrario dado que su economía política tiene un coste que no se está dispuesto a pagar y, en ese escenario, pocos son los incentivos para emprender una senda de reformas que pueda ofrecer un balance positivo.
3.Los cambios que se avecinan más allá de la pandemia.
Como han anticipado algunos autores la sociedad de los próximos años nos anticipa cambios muy relevantes (RAMIÓ). Es unánimemente compartido que será un mundo cada vez más complejo, más multilateral, con mayores problemas sociales de carácter global, con un creciente protagonismo de las ciudades, con la expansión de la economía colaborativa y los cambios que se avecinan en las relaciones laborales hasta ahora conocidas, la crisis de la democracia representativa y de instituciones basales de ésta (partidos políticos o sindicatos), etc.
Afloran nuevos problemas como el envejecimiento de la población, la necesaria protección de excluidos y marginados, las elevadas tasas de desempleo, el agotamiento de los recursos naturales, los daños irreparables en el ecosistema, el endeudamiento estatal, la inflación, la desigualdad en la distribución de la riqueza que, entre otros, generan nuevas demandas sociales y nuevos requerimientos tanto de la sociedad como de las instituciones. La evolución de la vida social ha agudizado, en suma y como anticipó GARCIA PELAYO, la menesterosidad social del individuo y obliga al Estado a adaptarse a la nueva realidad que emerge. Y es que hemos venido asistiendo a un cambio que ha hecho surgir situaciones profundamente distintas -cambios tecnológicos, el acceso a las nuevas tecnologías, la creación de nuevas instancias de poder político y económico, la interdependencia de los mercados, y un sin fin de nuevas realidades- ante las cuales algunas de nuestras concepciones se muestran pretéritas e inadecuadas.
Todo ello revela como necesario desarrollar una Administración que asegure no solo niveles idóneos de servicio en aras a satisfacer las expectativas de los ciudadanos, sino también que sea capaz de adecuarse a las nuevas necesidades, y anticiparse a las mismas, que emanan de una sociedad cada día más compleja y exigente de las respuestas que a estos retos se proporcionen por los aparatos administrativos.
No nos es posible analizar el conjunto de causas que nos orientan a buscar soluciones a estas nuevas realidades, lo que excedería del objeto de nuestro estudio, pero si daremos cuenta de tres que, en buena medida, condicionarán la forma de producción y los objetivos de las políticas públicas.
Sin duda una variable a tener en cuenta serán los cambios demográficos que se produzcan en los años venideros. La demografía moldea de manera esencial el entorno social y económico de un país. Cualquiera de nuestras Administraciones, en atención a los servicios que prestan, deben entender las tendencias poblacionales, pues la preparación para el futuro comienza entendiendo la situación actual y los cambios previstos en la demografía de un país sobre todo si tenemos en cuenta que en la demografía existe un alto grado de certidumbre sobre las proyecciones de largo plazo (nacimientos según la edad de la madre, muertes según edad y género, etc.) lo que tiene una importancia vital para el diseño de las políticas públicas en cualquiera de los sectores de la acción gubernamental.
Es muy importante examinar los patrones de cambio demográfico para identificar las oportunidades futuras. Estas oportunidades, en principio, son para el Estado, responsable de la provisión de bienes públicos, pero también para las empresas e individuos responsables de la producción y consumo de bienes privados. La previsión de las tendencias demográficas de largo plazo puede lograrse con un grado bastante elevado de confiabilidad, dado que la mayoría de las tendencias y relaciones demográficas son muy estables y consistentes a lo largo del tiempo, cualquiera sea su trayectoria. De este modo, los gobiernos y la sociedad en su conjunto pueden anticipar las necesidades de la población en el futuro.
Pues bien, y a tenor de esto, las tendencias demográficas nos indican, al menos, dos cosas relevantes: de un lado, que el envejecimiento poblacional continuará su tendencia natural; de otro, que experimentaremos tendencias poblacionales claramente negativas (LAURENT). Y esto será determinante para requerimientos de mayor calidad del conjunto de bienes públicos que hacen referencia a la satisfacción de las necesidades de ese perfil poblacional.
Las actuales dinámicas demográficas abocan a necesidades crecientes de gasto público para atender a la población jubilada y de mayor edad (pensiones, sanidad, gasto en dependencia), solo parcialmente compensables por la tendencia a menores necesidades, asimismo estructurales, en gasto educativo o en infraestructuras. Pero es que, además, ese mayor gasto público se deberá atender con impuestos extraídos de una economía estructuralmente afectada por los impactos negativos sobre oferta y demanda de la decreciente natalidad.
Un segundo aspecto a tener en cuenta serán los cambios tecnológicos que se vislumbran. No parece que pueda ponerse en cuestión que la tecnología ya está teniendo, pero aún lo tendrá más, un papel único en la aceleración del crecimiento y la transformación de las economías. La tecnología representa nuevas formas de hacer las cosas y es determinante para producir cambios duraderos en las empresas y en las instituciones que les permite crear más valor con menos recursos, pero asimismo reemplaza fórmulas anteriores de hacer y producir cosas que representaban viejas habilidades y enfoques organizativos irrelevantes. Internet móvil, el software inteligente, la conectividad a través de la nube, el uso de materiales avanzados, etc. están llamados a transformar nuestra forma de producción de políticas públicas. Esto será determinante para que se produzca una creciente virtualización de los trámites y servicios públicos y el aumento de la interoperabilidad de las entidades y servicios públicos lo que obligará, asimismo, necesariamente a una gestión adecuada de la vulnerabilidad informática de las entidades privadas y públicas.
Un tercer elemento a tener en cuenta será el contexto ambiental en que nos desenvolveremos con una creciente demanda de energía y de recursos naturales que pondrá en riesgo la biodiversidad, acelerará el cambio climático y la propia disponibilidad en ciertas zonas de agua dulce. La Comisión Europea ha identificado algunas de las posibles amenazas que plantea el cambio climático para los próximos años: conflictos por los recursos (agua, alimentos, energía, recursos materiales…), daños y riesgos económicos para las ciudades e infraestructuras vitales, migraciones por causas ambientales, situaciones de hambruna, tensiones por el suministro de energía y graves presiones sobre la gobernanza internacional.
En este sentido, el incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero y el aumento de las temperaturas medias afectarán a la calidad de vida de miles de millones de personas en todo el mundo. Esta tendencia puede crear conflictos y grandes oleadas migratorias, así como ocasionar escasez de agua y alimentos. También el consumo de energía a nivel mundial se verá incrementado en los próximos 20 años por el aumento de la población Se proyecta, por citar un primer ejemplo, que hacia 2050 casi el 70% de la población mundial será urbano, lo que magnificará desafíos como la contaminación atmosférica, la congestión del transporte y la gestión de la basura por enumerar algunos de los problemas que enfrentaremos. Se estima que una economía mundial cuatro veces mayor que la de hoy emplee un 80% más de energía en 2050 y, en ese escenario, las presiones sobre el medio ambiente derivadas del aumento de la población y los crecientes estándares de vida, pueden sobrepasar los avances en el combate a la contaminación y la eficiencia de los recursos con el riesgo de que se presenten alteraciones irreversibles que podrían poner en peligro dos siglos de crecimiento en los estándares de vida (Perspectivas ambientales de la OCDE hacia 2050. Consecuencias de la inacción. OCDE, 2012).
4. A modo de conclusión: ¿alguien sigue dudando de la obsolescencia de nuestro sistema público para hacer frente a esos retos?
La vertiginosa evolución social ha venido poniendo en tela de juicio los principios y categorías en los que el Estado basaba su organización y está haciendo emerger nuevos mecanismos y nuevas técnicas de gestión alternativas a las hasta ahora conocidas por nuestros sistemas de actuación administrativos a fin de hacer frente a las exigencias que las transformaciones sociales plantean.
Concretamente, y como ha señalado SCHMIDT-ASSMANN, la crisis del Estado de bienestar se proyecta sobre las Administraciones de tres formas distintas:
- como crisis de recursos lo que exige una mayor economía en la Administración de los recursos disponibles;
- como “replanteamiento crítico del catálogo de tareas administrativas” lo que obliga a pensar qué cosas se han de hacer y qué otras no;
- como crisis del concepto clásico de “dirección” en el que los instrumentos regulatorios del Derecho Administrativo que hemos heredado no parecen ser ya suficientes o, al menos, no parecen serlo por sí solos.
En cualquier caso, existe una cierta coincidencia en la insolvencia del conjunto de instrumentos que las Administraciones públicas tienen a su disposición para hacer frente a este conjunto de retos. Y es que si el Estado asume nuevas funciones que le demandarán esos retos será necesaria una renovación de las herramientas de que se sirven para dar respuesta a éstos.
Todo esto ha provocado que desde un sector doctrinal se apunte que los principios básicos del Derecho Administrativo y los fundamentos de la actual gestión pública pertenecen, en parte, al Estado Liberal lo cual supone una disfuncionalidad que debe ser superada (PAREJO ALFONSO).
En definitiva, nos enfrentamos al complejo reto de adecuar nuestras Administraciones a la nueva situación que demanda la actual realidad económica y social que además es interdependiente del contexto internacional. Y es que, en efecto, la gobernanza nacional cada vez es más dependiente, en la práctica subordinada, de las decisiones que se toman en el exterior. Un mundo global interdependiente con diversos actores que tienen intereses transnacionales e intersectoriales, así como el surgimiento de una conciencia global y un nuevo contrato social para la ciudadanía, están cambiando el proceso de toma de decisiones y aumentando la necesidad de una cultura anticipadora de elaboración de políticas.
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