La ciudadanía y su exigencia de buena administración: ¿sería preciso repensar la legitimación activa en la jurisdicción contenciosa?

1. Introducción: las sentencias de las que trae causa inmediata este comentario

Dos sentencias dictadas a finales del pasado año, y de las que ha dado cuenta un conocido bloguista (aquí y aquí), traen a colación la obsolescencia de una visión individual, y decimonónica, en la articulación de la legitimación en nuestro sistema jurisdiccional y la necesidad de explorar nuevas vías para la defensa de aquellos intereses que no siendo estrictamente individuales sin embargo nos corresponden a todos como ciudadanos. Por el mero hecho de serlo efectivamente. Ni más ni menos.

Siguiendo un orden cronológico, la Sentencia de la Sala contencioso-administrativa del Tribunal Supremo de 17 de diciembre de 2020 (rec. 662/2019) se va a hacer eco del supuesto de una concesión de servicios -ciertamente un contrato administrativo, pero en el que parece obvio que la ciudadanía no detenta un mero interés- en la que un usuario de estos servicios que se prestan pretende impugnar los actos dictados en esta relación entre Administración y concesionario. No parecerá una barbaridad que, al menos, se le reconociese un interés legítimo si es el destinatario de dichos servicios y resulta afectado directamente por las decisiones que se adopten.

La segunda, dictada tan solo unos días más tarde, aborda la posibilidad de impugnación de los presupuestos de una Administración pública. Efectivamente, la Sentencia de la Sala contencioso-administrativa del Tribunal Supremo de 23 de diciembre de 2020 (rec. 386/2019) aborda, en este caso, la impugnación del Acuerdo del Consejo de Ministros de 19 de julio de 2019, que autoriza la aplicación del Fondo de Contingencia por importe de 30 millones de euros y la concesión de un suplemento de crédito en el presupuesto del Ministerio del Interior por la citada cuantía, con el objeto de contribuir a la financiación del despliegue de las autoridades marroquíes en sus actividades de lucha contra la inmigración irregular, el tráfico de migrantes y la trata de seres humanos. Ciertamente si los jueces pudieran decidir con sus sentencias en qué se debe gastar, estarían indirectamente tomando decisiones presupuestarias que competen al poder legislativo y, en última instancia, afectarían a la división de los poderes, pero no es menos cierto, también, que el gasto público encuentra su principal sentido en la realización de los derechos de la ciudadanía y, desde este punto de vista, lo decisivo es articular una equilibrada relación entre los derechos que detentamos y los instrumentos de gasto público que aprobamos, con fundamento precisamente en el principio de la razonabilidad y en el cumplimiento, no meramente formal, de los trámites procedimentales (PONCE SOLÉ)

Los argumentos esgrimidos por ambas sentencias son suficientemente conocidos pues forma parte del corpus de doctrina que sobre la legitimación activa se viene manteniendo, a este respecto, por nuestros tribunales desde hace décadas. Se trata de un mero interés de defensa de la legalidad, no existe acción pública alguna en estas materias y similar argumentario. En definitiva, y por condensar en pocas palabras las conclusiones de dichas resoluciones jurisdiccionales, ni ser un usuario de un servicio público te otorga derecho alguno en relación a la adjudicación y desarrollo del mismo, ni tampoco ser contribuyente y pretender controlar el uso adecuado de los fondos públicos te permite exigir -así seas en última instancia el pagano de las decisiones eventualmente arbitrarias de los poderes públicos- el adecuado uso de éstos. Tampoco, y en esa misma línea de razonamiento jurisprudencial, controlar actos que deterioran el patrimonio público y que, en última instancia, pudiesen ser manifestaciones de corrupción te otorga algo más que la raquítica condición de denunciante. Eso sí, si se acude a la vía penal, no parece haber problema.

La problemática deriva, como ya podrá imaginar el lector avezado, de la perspectiva estrictamente subjetiva de nuestro sistema reaccional y la escasa protección de otros intereses que, como los que aquí son objeto de comentario, acoge nuestro ordenamiento y respecto de los que se han realizado destacados estudios (PEÑALVER). Una perspectiva que no tiene en cuenta a mi juicio, en forma suficiente, los imperativos que se derivan de los artículos 103 y 106 de nuestra Constitución que imponen el pleno control de la legalidad de la actuación administrativa lo que aconsejaría ampliar dicha restrictiva visión.

Los argumentos para la defensa de esa tradicional postura no se encuentran exclusivamente en la jurisprudencia. Un amplio sector doctrinal ha apuntado distintas razones para vedar a la ciudadanía la defensa de esos intereses no estrictamente individuales, a saber: que podría conllevar la desaparición del concepto de legitimación; asimismo, se destacan los problemas organizativos que ocasionaría la proliferación de denuncias, recursos y actuaciones administrativas; hay quien sugiere, en el caso de las denuncias por actuaciones irregulares de nuestras autoridades públicas, que la finalidad represiva y a veces reparadora del procedimiento sancionador limita su ámbito de aplicación al específico interés de reparación de los daños ocasionados por la infracción; y, por último, también se ha alegado que la fundamentación de la acción popular se encuentra en la mayor valoración que merecen los bienes jurídicos protegidos por el Derecho penal, etc.

Sin embargo, esta perspectiva clásica de la legitimación es una perspectiva excesivamente limitada. Hace ya algunos años, a propósito de la exigencia de legitimación directa, NIETO apuntó que seguían quedando fuera del control judicial “las actividades de la Administración que, aun no siendo ilegales, no afectan a la esfera vital de interés de un administrado. Y es aquí donde está la clave de la cuestión”. Hace falta dar un paso más -concluía- “y lo mismo que se ha pasado de la tutela de los derechos a ciertos intereses, ahora cabe esperar que se amplíe la protección a todos los intereses”, incluyendo, por supuesto, los colectivos y los no rigurosamente económicos. Y añadía que esto implica un giro radical en el rumbo adoptado por el Derecho administrativo “al cabo de siglo y medio de individualismo jurídico”, tras el cual esta rama jurídica “salvo excepciones, sólo reconoce y sólo se extiende a los derechos individuales o a la suma de ellos; más allá de esta frontera empieza lo político, en cuyo terreno no se decide a entrar”. Pues eso.

2. Las nuevas exigencias de la sociedad actual y el ocaso de la jurisdicción contencioso-administrativa: bienes y derechos supraindividuales y participación ciudadana en su defensa.

El control contencioso-administrativo, pensado para la defensa de los derechos individuales de libertad frente al Estado, se mostró flexible y se adaptó sin un gran esfuerzo cuando tras la segunda guerra mundial llegaron las prestaciones (Estado social). El problema hoy es que sigue pensado para actos y para destinatarios individuales (ya sean de limitación o de prestación). No vale, o al menos es muy limitado, en lo que se refiere a la defensa de bienes colectivos o supraindividuales.

A lo que se añade, además y por si fuera poco, un conjunto de causas que son determinantes, juntas todas, para que pueda dibujarse un panorama francamente desconsolador en lo que se refiere a la efectividad de la JCA: plazos preclusivos y muy cortos de reacción con un predominio de la seguridad jurídica sobre la legalidad; la lentitud de adopción en las medidas cautelares, la todavía subsistente tendencia a ser un “fuero privilegiado” para la Administración (necesidad de prueba de desviación de poder como paradigma); las, en ocasiones, inentendibles exigencias de legitimación más allá de lo razonable atendiendo a las exigencias del texto constitucional;  la despersonalización de la actividad administrativa enjuiciada (el expediente como objeto material del litigio); las inejecuciones de sentencias que son frecuentes, y por si fuera poco, en la mayoría de los casos impunes, etc.

Los resultados están a la vista. La sociedad no entiende hoy (menos que nunca) que esto de lo contencioso-administrativo constituya una verdadera tutela judicial efectiva frente a las decisiones de los responsables públicos. Vamos qué de verdad sirva para algo. Todo está servido para que sea la jurisdicción penal la que realice, en la práctica, ese control (JIMENEZ-BLANCO). Y, sin duda, esta desviación está siendo determinante para agravar las cosas. Y es que si, al menos teóricamente, el principio de intervención mínima y la propia exigencia de tipicidad (versión absoluta del principio de legalidad) vetaría esa función, lo cierto es que la existencia de tipos tan amplios e indeterminados (por ejemplo, los distintos tipos de prevaricación) de hecho sirven para todo, pero muy específicamente para realizar el control de la Administración que debería realizar la jurisdicción contencioso-administrativa. Y, además, con plazos larguísimos de prescripción y una acción popular. Y, dentro de lo penal, con el predominio de la instrucción (dada su inmediatez y la derogación de facto de su carácter secreto) sobre la vista oral y la sentencia, que tardan demasiado. Puede afirmarse, utilizando la física, que la Ley de Gay-Lussac, referida al Derecho penal y al control por éste de la actuación administrativa, ha terminado por imponerse ante la sensación de descontrol en que hemos estado sumidos.

La evolución y el desarrollo del principio de buena administración implica indefectiblemente la conversión en derechos de la ciudadanía de distintos derechos supraindividuales y en paralelo su exigibilidad judicial. Entre la laxitud y desprotección del derecho a una buena administración y el activismo e interferencia indebido en el ejercicio de la discrecionalidad del poder ejecutivo discurre una senda judicial a explorar. En definitiva, las exigencias de profundización del principio democrático conllevan una profundización en la participación ciudadana en los asuntos públicos y la demanda de control social de la actuación de los poderes públicos.

En relación al primer punto no puede olvidarse que el más relevante objetivo de la Administración es servir a los intereses generales de la ciudadanía. Es por ello que la participación ciudadana, tanto en las políticas como en los servicios públicos, se convierte en un requisito imprescindible en cualquier proceso de transformación, reforma y mejora de la Administración. Pero precisamente este proceso, de carácter dinámico y que no se reduce solamente a un método, implica, a su vez, unas exigencias de transparencia, de objetividad, de eficiencia y de calidad en el actuar administrativo y en la prestación de los servicios públicos que son contenidos, todos ellos, atinentes a la buena administración.

Por otro lado, hay que hacer referencia a una creciente corriente que impulsa el control social de las políticas públicas y del gasto público, como una manifestación específica del principio referido con anterioridad, que exige que los derechos de la ciudadanía no se agoten con la aprobación del Presupuesto. Que si los recursos tributarios son justiciables también puedan serlo los gastos públicos. Y es que la ciudadanía tiene derecho a alejarse de dos peligrosos extremos, el cinismo fiscal de gastar sin límites, imprudentemente, en una lógica errada que sostiene que los Estados nunca quiebran y el otro extremo de los que no buscan el equilibrio presupuestario, sino que más bien son adoradores de la disminución del gasto, aun a costa del incumplimiento de los deberes del Estado para con la ciudadanía y los derechos que le han sido reconocidos (PONCE SOLÉ).

La ciudadanía reclama la necesidad de poder exigir a los poderes públicos y a las instituciones, y básicamente a las personas que desempeñan los distintos cargos públicos, unos determinados comportamientos y formas de hacer y producir la política pública. Se reclama, sin duda, mayor transparencia en la actuación de los servidores públicos y facilitar y hacer efectivo el derecho de acceso a la información; pero, en segundo lugar y no en orden de importancia más bien al contrario, se reclama también una buena praxis administrativa –un buen gobierno y una buena administración- que no siempre ha presidido el actuar de la dirigencia política. Y, por ello y para que sea efectiva, la existencia de cauces para exigir que esto sea así en el convencimiento de que lo público no es que no sea de nadie es que es de todos. Y la exigencia de su buen uso también a todos corresponde.

Y es que, si ciertamente los tribunales resultan reacios a un control de legalidad genérico que podría alterar la propia división de poderes y el principio democrático, no es menos cierto que el reconocimiento como un derecho, y no solo como un principio de actuación, del buen gobierno y la buena administración en los textos estatutarios, legales y europeos invita, de una forma cada vez más decisiva, a admitir, una consideración distinta de la hasta ahora efectuada sobre el alcance y efectividad de la legitimación activa y su flexibilización. La profundización democrática en otros principios constitucionales avalaría, además, este necesario replanteamiento. La tutela judicial efectiva, la interdicción de la arbitrariedad, la objetividad en el servicio a los intereses generales y el necesario control judicial de la actividad administrativa, en conjunción con los citados derechos, amparan la reconsideración de esta posición exclusivamente subjetiva en la defensa de la legalidad que, debe ponerse de relieve, ha recibido no pocas críticas (GÓMEZ PUENTE).

3. Repensar el sistema: la necesaria comprensión de la legitimación activa como palanca de cambio para revitalizar la JCA.

Los perjudicados por un mal gobierno o una mala administración no son otros que, fundamentalmente, los ciudadanos. Ellos directamente son los afectados, pero como hemos visto la posición de éstos para su defensa resulta muy capitidisminuida en la legislación hasta el momento vigente. Cuestión que, de otro lado, presenta no poca problemática para ser remediado por la legislación autonómica que en su caso se dicte que podrá o no mejorar la regulación en alguno o algunos aspectos de los comentados en anteriores páginas como de hecho ya está sucediendo, pero que en lo que se refiere a la legitimación parte de una posición francamente difícil dada la competencia del Estado en materia procesal (SSTC 71/82, 173/1998 o, mas recientemente, la STC 80/2018). Explorar una teórica división entre una legitimación activa distinta y diferente (si ello es posible como se ha destacado en algún sagaz comentario) entre la vía administrativa y la contencioso-administrativa, cómo ha explorado tanto la jurisprudencia de nuestros tribunales ordinarios (STS de 7 de octubre de 2009, rec. 6275/2007 o la STSJ de Valencia de 12 de noviembre de 2012, rec. 503/2009 o el propio Tribunal Constitucional STC 97/2018) no bastan para solucionar tan crucial aspecto y pueden resultar claramente equívocas sin superar, además, esta perspectiva estrictamente individualista que es lo que ha de resolverse. Tampoco la acción pública, tal cual aparece configurada en nuestro sistema – la solución más sencilla pero intermitente y caprichosa según el sector  de actuación administrativa de que se trate- parecería ser una solución definitiva.

La pregunta que hay que realizar resulta obvia: ¿de verdad se pretende que las exigencias derivadas de los contenidos sustantivos del buen gobierno y de la buena administración seas efectivas?. Pues si de verdad se pretende, y creo que es lo que la sensibilidad social demanda, es preciso, junto a legislar ordenadamente sobre la materia y cohonestar las distintas responsabilidades en que se puede incurrir lo que es notorio que no ocurre, traducir en garantías ciudadanas para su exigencia esos contenidos con la finalidad de que no queden sin efectividad alguna. En este sentido, hay dos aspectos dentro del concepto de interés legítimo, como son el beneficio moral y  los intereses colectivos, de un lado, y de otro los denominados intereses difusos, que permitirían un replanteamiento del alcance y contenido de la legitimación activa sobre todo si, como venimos argumentando, no puede considerarse que se defiende simplemente un mero interés a la legalidad como hemos intentado poner de relieve dado que los daños y perjuicios producidos al erario público, la restitución de lo indebidamente utilizado o sustraído o la correcta prestación de los servicios públicos se entrecruzan con ese mero interés a la legalidad. No, no  creo que sean cuestiones baladíes y alguna reflexión deberían merecer más allá de despacharlas con el argumento fácil de que se trata de una simple defensa de la legalidad.

Soy consciente de que sobre el reconocimiento de estas garantías planea de forma negativa la posibilidad de actuaciones en abuso de derecho, de denuncias falsas o no suficientemente fundamentadas o de acciones claramente espurias. La experiencia en nuestro país desde luego abunda en ello, pero aún así estimo que existen tres razones que ameritan su reconocimiento: de un lado, que los presuntos abusos que pudieran producirse podrían prevenirse mediante una regulación más intensa de los distintos aspectos que en estos casos presentaría el abuso del derecho costas judiciales incluidas como ya se hizo; en segundo lugar, que podría establecerse un régimen sancionador en estos supuestos para aquellos casos en que no se actúe de buena fe; por último, que ya existe una acción popular en el Derecho penal que hace, sino se establecen en la vía administrativa cauces suficientes, que desemboquen en este ordenamiento la tarea de velar prácticamente en su integridad por el buen gobierno y la buena administración.

Cumplir y poder hacer cumplir las previsiones contenidas en las normas y que no queden en meras buenas palabras y buenas intenciones, sería la clave de la regulación sobre buen gobierno y buena administración hasta ahora realizada si se quiere que sea efectiva. Creo que es lo que hoy reclama esa sociedad española tan reiteradamente invocada por esas normas.

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