Corrupción y protección del denunciante
Las instituciones europeas en distintos informes, las respuestas ciudadanas a encuestas diversas, como las del CIS o de Transparencia Internacional, y hasta los organismos financieros internacionales han expresado de forma clara su preocupación por el nivel de corrupción en España a lo largo de los últimos años.
La corrupción política en España, la probada me refiero, ha dejado, según algunas estimaciones periodísticas, un agujero en las arcas españolas de más de 7.500 millones de euros desde que llegó la democracia de la mano de la Constitución Española en 1978 (algunos autores sitúan la proyectada en más de 40.000 millones de euros). Entre los casos que más caros han salido a las arcas están el de Púnica, que se calcula que pudo haber defraudado 250 millones de euros, los ERE de Andalucía (150 millones), Gürtel (120 millones) o el caso Saqueo (96 millones).
La consecuencia inmediata ha sido la creciente pérdida de confianza en la clase política nacional (y local). Los ciudadanos, ante tamaño descontrol al que hemos asistido en las últimas dos décadas (la pandemia ha desplazado el foco de atención), reivindican comprensiblemente cambios. Pero cambios de verdad que afecten a la toma de decisiones. La tecnología ha sido determinante para que no haya secretos. Las filtraciones de correos electrónicos son “transparencia” de verdad y los ciudadanos hemos podemos asistir, atónitos, a cómo se tomaban realmente algunas decisiones públicas. Partidismo, amiguismo, corrupción, etcétera. La desconfianza, lógicamente, se acentúa aún más.
Tabla de Contenidos
1. Las causas y las consecuencias de la corrupción.
Las causas fundamentales de la corrupción han tenido o tienen que ver con defectos institucionales muy graves y áreas de riesgo muy poco protegidas, como ha puesto de manifiesto entre nosotros VILLORIA, que tienen que ver con varios elementos pero de los que, en este momento, destacaría tres:
- el primero, el diseño de un sistema de empleo público que, aunque formalmente garantiza la imparcialidad y el sometimiento a la Ley y al Derecho, materialmente facilita mirar para otro lado y deja en solfa la pretendida imparcialidad que pretende conseguir su estatuto (la cultura formal del mérito y la progresiva desprofesionalización, libres designaciones, perversión de la productividad, contrataciones temporales y el nombramiento de funcionarios interinos, la perversa aplicación de la figura del personal eventual, estructura del espacio directivo, etc.);
- el segundo, tiene que ver con lo que JIMENEZ ASENSIO, ha denominado la patrimonialización del poder, derivada de las herencias enquistadas de un modelo basado en una concepción de caciquismo político y de la cultura del favor y de la posición dominante a través de la intermediación (antes caciquil y ahora política), de las que España aún no se ha desprendido;
- por último, y no en último lugar, por el dudoso rendimiento de los sistemas de control en un escenario curiosamente plagado de instituciones dedicadas a ello, pero que, sin que quepa la menor duda a tenor de los resultados, resulta francamente mejorable en lo relativo al rendimiento de éstas.
Las consecuencias son graves y creo que debemos destacar dos.
La primera, transita en dos direcciones: una, como ha puesto de relieve GAMERO CASADO, la ruptura del contrato social entre los ciudadanos y el Estado que ha facilitado que se instale el principio de “desconfianza legítima” lo que no extraña cuando una Ministra de Cultura llegó a afirmar, en una entrevista en el Diario ABC, que el dinero público no es de nadie; la segunda dirección de la primera consecuencia es, en sentido contrario, que se abre paso a una sensibilidad ciudadana que transita del famoso “en picos, palas y azadones, cien millones”, a la exigencia ciudadana del control de las instituciones y rendición de cuentas de estas.
La segunda consecuencia, y me temo que es grave, es la alteración de los sistemas de control. Y es que los remedios clásicos, muy específicamente el control judicial contencioso-administrativo, se han revelado en la práctica, tal cual están configurados, un tanto ineficaces. El control contencioso-administrativo, pensado para la defensa de los derechos individuales de libertad frente al Estado, se mostró flexible y se adaptó sin un gran esfuerzo cuando tras la segunda guerra mundial llegaron las prestaciones (Estado social). El problema hoy es que sigue pensado para actos y para destinatarios individuales (ya sean de limitación o de prestación) y que perviven áreas de mejora que no han encontrado efectiva solución como hace poco denunciaba respecto de su lentitud en una “sana crítica” VILLAR EZCURRA. Desde luego no vale, o al menos es muy limitado, en lo que se refiere a la defensa de bienes colectivos y la estrecha concepción de la legitimación activa en nuestro sistema no es ajena a ello. Todavía subsiste la tendencia a ser un “fuero privilegiado” para la Administraciones y el papel estelar de la jurisdicción penal sigue ganando terreno.
2. Las iniciativas puestas en marcha: la posición capitidisminuida del denunciante.
En el ámbito estatal la respuesta normativa al fenómeno, en un primer momento, se canalizó a través de las normas sobre Buen Gobierno que se contienen en el Título segundo de la Ley de Transparencia Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno que dedica expresamente uno de sus títulos más estrictamente a este último. Del éxito de la misma, o más bien del fracaso de ésta, ya he dado cuenta en este mismo blog.
Según las previsiones establecidas en la misma, el procedimiento sancionador se iniciará de oficio, por acuerdo del órgano competente, bien por propia iniciativa o como consecuencia de orden superior, petición razonada de otros órganos o denuncia de los ciudadanos. Y nada más. Así de escueta y, también de limitada, es la posición que adopta la norma respecto de la participación de la ciudadanía en los procedimientos derivados de la exigencia de responsabilidad por infracciones al buen gobierno y a la buena administración. Nada nuevo, sin embargo, respecto de la situación anterior.
Como puede verse se les asigna a los ciudadanos una posición subjetiva capitidisminuida y con graves carencias reducida a la posibilidad de presentar denuncias sin hacer pronunciamiento adicional alguno (menos aún un status de protección), ni reconocer siquiera las exigencias que, más tarde, establecería la legislación de procedimiento administrativo común. Una posición, sin duda, muy alejada del contenido de un derecho reaccional que permita a la ciudadanía una defensa del patrimonio público. Y es que el fundamento de la legitimación, en este concreto supuesto, no está simplemente ceñido a la imposición de una sanción que también, sino que más allá de ello está ligado al restablecimiento de la integridad en la actuación del gobierno y la Administración y la exigencia de una buena administración en el actuar público.
De otro lado, en la legislación de altos cargos promulgada en 2015 para la Administración General del Estado tampoco se encuentra una respuesta suficiente a los problemas planteados. De un lado, por su remisión a la legislación general de procedimiento administrativo que no resuelve nada; de otro porque el órgano encargado de tramitar las eventuales denuncias, la Oficina de Conflicto de Intereses, si bien con una teórica autonomía funcional en el ejercicio de sus funciones resulta adscrita al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. Difícil tarea de ejercer en esas condiciones.
En cuanto a las Comunidades Autónomas la situación no es mucho más halagüeña si atendemos a lo que prevé su normativa específica. En efecto, al menos tres grupos de Comunidades Autónomas pueden distinguirse en este punto si bien el resultado final es prácticamente el mismo, a saber:
- de un lado están aquellas Comunidades Autónomas que aún habiendo abordado las exigencias derivadas del principio de transparencia en la gestión pública, o bien no tienen legislación específica, o simplemente se remiten a la legislación estatal en la exigencia de responsabilidad por un mal gobierno o una mala administración (Andalucía, Canarias, Cantabria, Castilla-León, Murcia o País Vasco);
- otro grupo que, habiendo regulado sobre el buen gobierno con mayor o menor acierto cuyo análisis no es objeto de este comentario, no contempla sin embargo previsión adicional alguna más allá de lo realizado por la legislación estatal respecto de la cuestión que se analiza aunque se haga mención expresa a la denuncia (Aragón, Asturias, Baleares, Castilla-La Mancha, Cataluña, Extremadura, Galicia, La Rioja, Madrid o Valencia;
- por último, un tercer grupo, vendría representado por Navarra que, esta sí, establece distintas previsiones sobre la posición del denunciante bien que con un más que limitado alcance.
En cualquier caso, sí es preciso subrayar que en algunas normas de las citadas se contemplan órganos específicos ad hoc a fin de prevenir conductas irregulares y velar por el cumplimiento de la normativa vigente lo que, en gran medida, puede aliviar las carencias de dichas normas en el aspecto que se analiza. Es el caso de la Oficina de Buen Gobierno y lucha contra la corrupción en Asturias (artículo 69), de la Oficina Antifraude de Cataluña a la que se atribuye capacidad para instar el procedimiento sancionador que, en caso de denegarse, habrá de ser expresa y motivadamente realizado por el órgano competente (artículo 87), la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunidad Valenciana como entidad adscrita a las Corts y con personalidad jurídica propia e independencia funcional y que establece una serie de medidas de protección del denunciante, la Oficina de Prevención y Lucha contra la Corrupción en las Illes Balears, que depende orgánicamente del Parlamento de las Illes Balears y ejerce sus funciones con plena independencia, sometida únicamente al ordenamiento jurídico la la Agencia de Integridad y Ética Públicas, ente público que dependerá directamente de las Cortes de Aragón o, por citar un último ejemplo, la Oficina de Buenas Prácticas y Anticorrupción de Navarra.También en el ámbito municipal existen iniciativas similares como, entre otras, la Oficina Municipal contra el Fraude y la Corrupción del Ayuntamiento de Madrid o la Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas del Ayuntamiento de Barcelona.
Estas iniciativas, en mayor medida en cuanto se configuren con la necesaria independencia, suponen una apuesta decisiva para la labor de prevención y vigilancia del cumplimiento de las obligaciones de integridad que la normativa establece y representan una garantía que no puede desconocerse al tratarse de órganos que pueden desempeñar un papel esencial en defensa de la integridad pública que, a buen seguro, será más adecuado en la medida en que mayor sea su independencia funcional y se les dote de los medios precisos “que eso es otra”. No está de más advertir, sin embargo, del riesgo de hiperinstitucionalización que presentan estas iniciativas añadidas a los órganos de control ya existentes. Y es que seguramente sería preciso repensar el papel de órganos que cómo los de control de cuentas, defensorías del pueblo, órganos de buen gobierno y transparencia existentes y otras instituciones afines precisarían delimitar su función con respecto del resto y ser evaluados para su supresión o reorganización. Hay muchos bailarines en el escenario y apenas papeles principales que actúen de forma efectiva en las materias atinentes al buen gobierno y la buena administración.
3. La Directiva europea sobre denuncias y su trasposición pendiente en el ordenamiento jurídico español.
Desde luego esta perspectiva tradicional de la legitimación, de la que me hice eco aquí, está sufriendo cambios notorios en el ámbito europeo y, en este sentido, cabe mencionar la Directiva del Consejo y del Parlamento relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión. La Directiva pretende proteger, básicamente en el ámbito laboral al prohibir y perseguir las represalias de sus superiores, a quienes denuncian, tanto formal como públicamente, delitos e infracciones cometidos en administraciones y en empresas de más de 50 trabajadores o más de diez millones de facturación anual que afecten a las normas comunitarias, lo que incluye la malversación, el blanqueo, los daños ambientales, las irregularidades en la contratación pública, mercados financieros, la seguridad alimentaria o los derechos de los consumidores, etc.
Pues bien, esta articula una posición muy distinta del denunciante, a saber: no solo garantizando su protección principal objetivo de ésta, sino también considerando que la denuncia de actuaciones irregulares es de interés público (Considerando 3º) y estableciendo una amplia capacidad para ejercer la denuncia garantizando, además, la posibilidad de participación en el procedimiento y de acudir a un órgano externo para hacerla valer (Considerandos 62 y 63). Bien es cierto, no todo son luces, que algunas limitaciones presenta la misma en relación al delito de revelación de secretos y el juego de la exceptio veritatis que, como sabemos, exime de responsabilidad criminal a quien da noticias ciertas o, por citar un segundo aspecto de mejora, la protección jurídica (e incluso económica) del denunciante. Y es que, aunque resulte paradójico, en nuestro país todavía las denuncias acaban volviéndose contra los denunciantes que inclusive acaban condenados por este delito. Para botón una muestra: el caso UGT-Andalucía.
La trasposición de la misma es cuando menos necesaria algunas resoluciones judiciales ya se han hecho eco de la misma para fundamentar sus resoluciones contra el acoso laboral sufrido por quien denuncia actuaciones irregulares (aquí y aquí) y. Y es que nuestro país estaba en el furgón de cola en esta materia y baste señalar, a estos efectos, dos países de nuestro entorno. Es el caso de Francia, donde se promulgó la Ley nº 2016-1691, del 9 de diciembre, relativa a la transparencia, lucha contra la corrupción y modernización de la vida económica («Loi Sapin II”); o, por citar un segundo ejemplo, Italia donde en 2017 se aprobó una nueva normativa («Disposizioni per la tutela degli autori di segnalazioni di reati o irregolarita’ di cui siano venuti a conoscenza nell’ambito di un rapporto di lavoro pubblico o privato»).
Pero, como ya se ha señalado por la mayoría de autores que se han dedicado a su análisis, es esta una norma mínima que serviría como base para realizar una regulación integral y es que la norma comunitaria habilita a los estados para «introducir o mantener disposiciones más favorables para los derechos de los denunciantes que los establecidos en la presente directiva» al mismo tiempo que les prohíbe apoyarse en ella «para reducir el nivel de protección ya garantizado» en «los ámbitos regulados» por la misma. Y algunas organizaciones, como Transparencia Internacional, ya han expuesto su posición al respecto formulando recomendaciones, debemos añadir que muy sensatas, sobre el contenido que ha de abarcar dicha trasposición y que, entre otras cosas, reclama coherencia en el sistema normativo destinado a esta cuestión sobre todo si se tiene en cuenta que la misma planteará cuestiones en el orden administrativo (legitimación, empleo público, protección de datos y transparencia al menos), laboral, penal, etc. No es poco, sobre todo si se repara que, además, hay normas autonómicas ya existentes como la de Castilla-León, Valencia, Aragón, Baleares, Navarra y otras en proceso de aprobación como es el caso de Andalucía y distintas proposiciones de ley sobre la materia (Murcia, Cataluña, Cantabria, etc.).
En cualquier caso, no hay duda que su aprobación obligará a nuestro país, al menos dentro del ámbito material que abarca la directiva, a introducir modificaciones en el actual status quo que, no me cabe la menor duda y resulta notorio, es francamente susceptible de ser perfeccionado. Y en ello estamos y plazo tenemos hasta el próximo 21 de diciembre.
En efecto, tras las proposiciones de Ley de Ciudadanos y la presentada en esta legislatura por ERC, Compromís, BNG y Más País (en realidad la plataforma ciudadana Xnet), en el plan normativo para 2021 se incluyó dicha cuestión y se sometió a consulta pública en enero del presente año con la intención de dictar una ley especial incluyendo, en su caso, las oportunas modificaciones de normas vigentes de nuestro ordenamiento jurídico que incidiesen directamente en la protección de los denunciantes. Las cuestiones a resolver son diversas unas planteadas explícitamente en la consulta pública y otras no, pero todas ellas necesarias de reflexión. Desde el ámbito de aplicación de la Directiva material y subjetivo (y si ha de extenderse la protección a plataformas ciudadanas, medios de comunicación u ONG’s), la implementación de canales internos y externos para las denuncias (que, como ha recordado JIMENEZ ASENSIO, no funcionarán sin un sistema de integridad institucional en pararelo), si las denuncias pueden ser anónimas o no, si puede o no premiarse a los denunciantes y el alcance de la protección de éstos, las sanciones a imponer como consecuencia de infringir la ley, cómo gestionar los canales internos de denuncias o, por señalar alguna otra cuestión, si debiera crearse una autoridad administrativa independiente que asumiría la función de recibir y responder a las denuncias.
4. A modo de conclusión: ¿es preciso huir de los peligros de la libertad de los modernos?
En 1819, BENJAMIN CONSTANT pronunció una conferencia titulada De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Según dicho autor la libertad de los antiguos, manifestada sobre todo en la democracia ateniense, consistía en participar directamente en los asuntos públicos, de modo que se consideraba como libre al ciudadano que estaba legitimado para participar en el gobierno de la comunidad política. En palabras de CONSTANT “El peligro de la libertad antigua consistía en que los hombres, atentos únicamente a asegurarse la participación en el poder social, despreciaran los derechos y los placeres individuales. El peligro de la libertad moderna consiste en que, absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada y por la búsqueda de nuestros intereses particulares, renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho de participación en el poder político”.
Una democracia de calidad, lo que implica necesariamente un buen gobierno y una buena administración, tiene como eje vertebrador la correspondencia entre la voluntad de los ciudadanos y la actuación de los poderes públicos. Esa idea implica, de forma necesaria, la participación de los ciudadanos en el control de la acción de gobierno mediante mecanismos reales y efectivos.
La situación que hemos venido viviendo en los últimos años y disponer de sistemas e instituciones que hagan posible conseguir que el patrimonio público, en su vertiente material e inmaterial, se destine solo y exclusivamente al interés general ha de seguir siendo un reto que, ahora y en el momento de transposición de la Directiva sobre el denunciante, no debemos dejar pasar.
Aunque no nos engañemos, con ser importante esta iniciativa, es preciso incidir aún en distintas cuestiones que simplemente dejo apuntadas.
La primera, en cierta medida ya apuntada por Transparencia internacional, la clarificación del sistema de control penal, contable y administrativo hartamente confuso y, en ocasiones, duplicado. No hay nada mejor para que las cosas no anden bien que dejar instalada la confusión.
La segunda, referida al encuadre orgánico de los cuerpos de inspección y control que resulta un notorio desacierto (y hete aquí mis dudas sobre los canales internos de denuncias). Ya se trate de que, en unos casos, sus advertencias pueden ser desoídas (Caso ERE), o acontezcan que sufren presiones para que modifiquen el sentido de sus actuaciones (Caso de la Agencia Invercaria), o porque existe un cierto temor a sufrir represalias (caso de los Cursos de Formación) su encuadre orgánico en la misma Administración no parece que se trate de una buena idea.
Si el problema es de rendimiento institucional de los organismos de control, como estamos apuntando, una solución óptima sería la introducción de las técnicas de buena administración que van más allá de las conocidas hasta ahora para el control de la discrecionalidad y que tanto harían en temas como el urbanismo. La existencia de racionalidad y motivación, como ha dejado apuntado PONCE SOLÉ, no es sólo un límite en negativo (que la decisión no sea desproporcionada). Se trata de una exigencia en positivo en el sentido de obligar a tomar en consideración, con la debida diligencia y el debido cuidado, los hechos e intereses relevantes envueltos en la toma de la decisión (descartando los irrelevantes), lo que debe fundamentarse por la administración mediante el expediente y justificarse en la motivación, que ha de ser congruente con aquél.
La tercera, obvia aunque es preciso seguir insistiendo en ello, consistente en la reforma de la legislación contractual, de empleo público, urbanística y de subvenciones (los cuatro ámbitos más acusados donde se dan las prácticas corruptas y clientelares)
La cuarta, aunque me temo de que clamaré en el desierto, el establecimiento de una acción pública, derivada del derecho al buen gobierno y a la buena administración, y que he tenido oportunidad de fundamentar, derivada de los denominados derechos de cuarta generación, recientemente, en otro sitio.
En quinto lugar, es preciso abordar la regulación de los lobbies y su seguimiento para evitar casos como de la llamada operación púnica –consecución de contratos de eficiencia energética- y que ponen de relieve que es preciso introducir transparencia en estas prácticas que son habituales y opacas. Ciertamente, y debe destacarse, algo se ha realizado en alguna Comunidad Autónoma y, en estos momentos, se encuentra en trámite también de consulta pública una Ley sobre Conflictos de intereses y otra sobre prevención de conflicto de intereses del personal al servicio del sector público que, conllevará, a buen seguro, una reforma de la ya vetusta y atávica legislación de incompatibilidades.
Y, simplemente y para finalizar, apuntar una de fomento de las buenas prácticas que seguramente tendría un efecto benefactor. Junto a diplomas, premios y certificados de calidad, de buen gobierno, o de transparencia, lo cierto es que sería interesante disponer también de una especie de ranking de corrupción y conductas clientelares. Una especie de “premio limón” donde se saquen a la luz los “trapos sucios” de nuestras administraciones, los recursos administrativos no resueltos, los “silencios” de nuestro sector público, etc. Un índice de “mala administración” donde los ciudadanos podamos saber (y posteriormente actuar en consecuencia), por ejemplo, las resoluciones administrativas que se anulan, los contratos adjudicados a “dedo”, los procedimientos de selección de personal opacos y sin las debidas garantías, etc. tal y como se recomienda en el Código Europeo de Conducta para la Integridad Política de los Representantes locales y Regionales Electos adoptado por el Consejo de Europa en 2002.
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