La disonancia cognitiva de las Administraciones públicas (de algunas): a propósito de la consulta pública de normas reglamentarias
El artículo 133 de la Ley de Procedimiento Administrativo Común, enclavado en un título dedicado a la iniciativa legislativa y a la potestad de dictar normas reglamentarias, incorporó como es suficientemente conocido, con carácter preceptivo, un trámite de carácter participativo para la ciudadanía, a saber: la consulta pública previa a la elaboración del proyecto correspondiente. Con dicho trámite, cuya regulación sin duda era francamente mejorable como puso de manifiesto el profesor ARROYO, se iniciaría la tramitación de la norma en cuestión. Hasta aquí todo fácil y sencillo, el problema ha sido su puesta en práctica, sin entrar ahora en las consecuencias de la STC 55/2018, de 24 de mayo de 2018, y las renuencias de la Administración a poner en valor dicho trámite lo que, por cierto, y en esta materia de participación de los ciudadanos en la elaboración normativa no era una novedad. Verlo como un obstáculo en lugar de una oportunidad para una buena regulación ha sido tradicionalmente, y en buena medida sigue siéndolo, el verdadero problema.
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1. A vueltas con el mismo problema de siempre: la vetusta distinción entre reglamentos organizativos y ejecutivos.
Sistemáticamente, y de forma reiterada, esa pregunta aparece en las reflexiones que, a propósito de esta materia, se realizan por nuestros tribunales. Y es que, cómo el lector bien informado conoce, el apartado 4 de la norma antes citada contempla la siguiente excepción:
“4. Podrá prescindirse de los trámites de consulta, audiencia e información públicas previstos en este artículo en el caso de normas presupuestarias u organizativas de la Administración General del Estado, la Administración autonómica, la Administración local o de las organizaciones dependientes o vinculadas a éstas, o cuando concurran razones graves de interés público que lo justifiquen»
Menuda imprecisión. La discusión, por tanto, y a la vista de esa vaguedad de la norma estaba servida. Lo cierto es que como decíamos ya venía de antes. Bastaba calificar a un reglamento como organizativo para desprenderse de tan enojoso trámite a los ojos del tramitador de turno. Menos mal que nuestros tribunales, intentando acotar y limitar la excepción referida, vienen siendo especialmente cuidadosos para discernir si se trata estrictamente de normas organizativas o las mismas pueden calificarse de sustantivas al producir efectos respecto de terceros y suponer, en suma, una innovación del ordenamiento jurídico.
Así se hizo en la STS 12 de diciembre de 2019 (rec. 194/2018), de la que nos daba cuenta CORVINOS, que razonaba, en principio, que:
“Venimos considerando reglamentos de organización, siguiendo en este punto a la Sentencia de 6 de abril de 2004 (recurso de casación nº 4004/01), a aquellas disposiciones generales que se limitan a extraer consecuencias organizativas, especialmente en el ámbito de la distribución de competencias y organización de los servicios, y de las potestades expresamente reconocidas en la Ley. Ya la Sentencia de 14 de octubre de 1997, que se cita, resume la jurisprudencia en esta materia declarando que por disposición organizativa entendemos aquélla que, entre otros requisitos, no tiene otro alcance que el meramente organizativo de alterar la competencia de los órganos de la Administración competentes para prestar el servicio que pretende mejorar”.
Ahora bien, como indica la sentencia citada, eso es solo una primera impresión dado que, como razona dicha resolución jurisdiccional, es preciso indagar más allá en cuanto a su verdadera naturaleza ya que la distinción entre reglamentos organizativos y ejecutivos es más sutil y no puede ser aplicada de forma automática. Y es que en efecto como se indica en la sentencia referida:
“Teniendo en cuenta que la distinción entre reglamentos ejecutivos y organizativos fue iniciada, como señala la Sentencia de 27 de mayo de 2002 (recurso de casación nº 666/1996), no sin contradicción, por un sector doctrinal para justificar la existencia de reglamentos independientes, y continuada por la doctrina del Consejo de Estado para determinar el ámbito de la necesidad, o no, de dictamen de este órgano consultivo para la tramitación de las disposiciones generales. Dicha distinción fue luego recogida en la jurisprudencia constitucional, en orden a la determinación del alcance del término legislación, frente a ejecución en el marco de la delimitación de las competencias del Estado y las Comunidades Autónomas”.
Y es que debe ponerse de manifiesto que esta vetusta y creo que caduca distinción entre reglamentos organizativos y ejecutivos si alguna vez, y por las razones referidas en dicha sentencia, tuvo algún sentido mucho me temo que, en lo que se refiere al trámite de participación de los ciudadanos en la elaboración de normas reglamentarias, ha perdido, en buena medida y con independencia de la dificultad en la delimitación de dicha materia, todo el sentido. ¿De verdad pensamos que lo organizativo no tiene repercusión ad extram? Que ¿a los ciudadanos no les importa cómo y de qué forma se organizan los servicios públicos?, ¿Qué esto de la organización administrativa es una cuestión ajena a los derechos e intereses de la ciudadanía y que no tiene repercusión alguna en la calidad y acierto de las políticas públicas? Si fijamos nuestra atención en el sector privado rápidamente alcanzaremos una distinta conclusión y es que creo que nadie podrá en duda que, a título de ejemplo, cómo se organizan los distintos departamentos en una superficie comercial es algo que tiene que ver, y mucho, con los intereses de los clientes y de los accionistas. Pues mutatis mutandis. Sobre todo, y creo que se comprenderá mejor el razonamiento, si es con nuestro dinero.
Y, al respecto razona esta última sentencia siguiendo la estela marcada ya en la Sentencia de 27 de mayo de 2002 (rec. 666/1996), que es preciso determinar si un reglamento a pesar de ser organizativo puede o no afectar a derechos o intereses legítimos de los ciudadanos de tal manera que el hecho de que un reglamento pueda ser considerado como un reglamento interno de organización administrativa no excluye, sin más, el cumplimiento del trámite de audiencia. Sin llegar a nuestra posición, sin embargo, pone de esta forma de manifiesto esa sentencia lo nominal de la distinción.
Más recientemente, vuelta a las andadas, la STS de 2 de febrero de 2022 (rec.86/2021) de la que nos daba noticia, en esta ocasión, el magistrado CHAVES volvería a poner el dedo en la llaga negando que, mediante una pretendida circular de organización interna, se pudiesen imponer obligaciones a los notarios y, en última instancia, afectar a los derechos de los ciudadanos.
2. Un nuevo episodio en este peregrinar: la STSJ Aragón de 31 de marzo de 2022 (rec. 374/2020).
En efecto, como no hay dos sin tres (bueno, en realidad, serían muchas más), el pasado mes de marzo hemos tenido noticia por el blog de espúblico de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón de 31 de marzo de 2022 en que se abordaba la creación de un órgano administrativo local, en concreto el Tribunal Administrativo de recursos contractuales, en el que se había omitido el trámite de consulta pública y en las que dicho Tribunal, con remisión a anteriores sentencias, argumenta que:
“Es evidente que con carácter previo al Dictamen del Consejo Consultivo, que hemos querido analizarlo con anterioridad, por la inequívoca nulidad de pleno derecho que conlleva su falta en atención a la jurisprudencia que hemos indicado, la determinación que ha quedado dicha de que estamos en presencia de una norma no organizativa y con efectos evidentes tanto a los clientes de los locales de juego, como a estos mismos, nos lleva también a considerar que han de respetarse los derechos de participación y consulta previstos en el art. 133 de la Ley 39/2015 de 1 de octubre de la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas , lo que determina la vulneración del art. 105 a) de la Constitución”.
Y sigue diciendo dicha resolución jurisprudencial que:
“Es más, en la STSJA 47/2021 de 18 de febrero, PO 465/2019, en la que se dio por buena la inexistencia de consulta, se debió a que se trataba de un caso previsto en el 133.4 segundo de la ley 39/2015, » Cuando la propuesta normativa no tenga un impacto significativo en la actividad económica, no imponga obligaciones relevantes a los destinatarios o regule aspectos parciales de una materia«, y en ese caso, aunque el segundo párrafo del 133.4 se declararía inconstitucional, tal declaración fue posterior al momento en el que se omitió tal trámite, omisión que en ese momento se ajustaba a la ley, y se consideró que habiéndose practicado ya la audiencia a las organizaciones representativas, y a la vista del texto, no tenía sentido retrotraer para fase de consulta a interesados innominados, cuando ya, a la vista del texto, se habían realizado alegaciones: » En cuanto a lo otro, y aun cuando es razonable el argumento, pues era un procedimiento que no había finalizado, la propia naturaleza del trámite, que es una consulta abstracta previa a la elaboración, y que tiene por objeto determinar si es oportuno elaborarlo y , en su caso, qué problemas debe tratar y cómo sería necesario enfocarlos, hace que carezca de todo sentido dicho trámite con carácter retroactivo, puesto que, elaborado un proyecto concreto, y abierto el trámite de audiencia pública, que fue objeto de muchas alegaciones, no tenía ningún sentido abrir un trámite para una consulta pública abstracta en la que lo que se podía alegar podía también alegarse, sin problemas, en la audiencia pública, además con mucha mayor certeza o seguridad, al partir ya de un proyecto elaborado. Es decir, nada se podría haber alegado en esa exigida retroacción que no pudiese haberse alegado ya en el trámite de audiencia pública«.
Y es que, de nuevo, la pretendida norma organizativa afectaba a terceros contratantes, junto a otros motivos, que eran determinantes para que dicha norma no pudiera calificarse de meramente organizativa. Y es que la vaguedad de la expresión “organizativa” no puede sino conducir a estos resultados.
3. Un tira y afloja: la disonancia cognitiva de algunas Administraciones públicas.
El quid de la cuestión, por supuesto, tiene que ver con cuestiones técnicas y de calidad de la regulación que, en estos casos, han sido puestos de manifiesto de forma muy acertada por la profesora CASADO y que reiteradamente vemos reflejados, en lo que se refiere a las excepciones a los trámites de participación ciudadana por su indeterminación y excesiva amplitud, en la jurisprudencia de nuestros tribunales. Pero tengo para mí que la cuestión verdaderamente de fondo es otra. De más difícil solución ya que es cultural.
Y es que muchas de nuestras Administraciones padecen lo que en psicología se conoce como disonancia cognitiva, es decir, aquello que acontece cuando entran en conflicto dos pensamientos o valores que tiene una persona, cuando existe un conflicto interno entre dos cogniciones simultáneas que a priori son incompatibles o cuando un comportamiento propio choca directamente contra las creencias personales.
Pues bien, las mismas administraciones que, por un lado, hacen normas de participación ciudadana -ya se trate de leyes o de reglamentos tanto monta monta tanto- imbuidas de un alto espíritu de enriquecimiento de la democracia representativa, por otro, y en franca contradicción con esa actitud, eluden, cuando pueden y cómo pueden, que la ciudadanía participe y que estos procesos participativos tengan algún tipo de eficacia. Y todo ello cuando en el primero de los casos no se trata en realidad sino de una actitud meramente formal seguida de excepciones, límites e impedimentos que, cómo ha puesto de relieve mi compañero y amigo el Profesor LAVILLA al analizar esos procesos en el caso andaluz en una reciente obra que he tenido el honor de dirigir junto a numerosos compañeros de las Universidades de Andalucía, dejan un escaso margen para ser optimistas respecto del futuro devenir de estas políticas.
Pasa exactamente igual que con la transparencia, la integridad y, en general, con las políticas que hacen al buen gobierno de las cosas públicas, a saber: en las excepciones se encuentra lo mollar del asunto. Una cosa es hablar y predicar de ello y otra practicarlo donde las salvaguardas suelen ser infinitas. Simplemente conocer la opinión de la ciudadanía antes de encarar un proyecto normativo no debería, en ningún caso, ser un problema. ¿Por qué no acabar con esas excepciones o acotarlas más precisamente de una vez por todas?
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