Confianza legitima de los administrados y legalidad de la administración

En la relación de la Administración Pública con los particulares y empresas tienen más importancia de la que a veces se les otorga los signos o actos externos que produce la Administración, y que resultan lo suficientemente concluyentes para inducir al administrado a realizar u omitir una actividad que puede repercutir en su esfera patrimonial o, en general, en su situación jurídica individualizada.

Esta convicción que la Administración es capaz de producir en sus relaciones con los ciudadanos –a veces, aunque no necesariamente, plasmada en actos expresos-, tiene un claro reflejo legal y jurisprudencial a través de los denominados principios de confianza legítima y buena fe. En este sentido, la propia Ley 30/1992, de 16 de noviembre de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y de Procedimiento Administrativo Común, en su artículo 3º, tras señala que la Administración sirve con objetividad los intereses generales y ha de actuar con pleno sometimiento a la Ley y al Derecho, determina que, igualmente, ha de respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima:

Artículo 3. Principios generales.

1. Las Administraciones públicas sirven con objetividad los intereses generales y actúan de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Constitución, a la Ley y al Derecho.

Igualmente, deberán respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima.

En ocasiones, en función de la actuación que ha podido tener la Administración en el desarrollo de un procedimiento determinado, es tal la importancia que pueden tener estos principios, que no son sino plasmación del más general imperativo de seguridad jurídica, que se les ha llegado a colocar por encima incluso de lo que dispone un concreto precepto legal.

Así, el Tribunal Supremo, desde su Sentencia de 1 de marzo de 1991, (RJ 19912502), Sala de lo contencioso-administrativo, Sección 3, plantea ya situaciones de potencial conflicto entre los principios de legalidad y el de seguridad jurídica (en el que, como hemos indicado, quedarían englobados los de confianza legítima y buena fe); otorgando prevalencia incluso, en función de las circunstancias concurrentes, al principio de seguridad jurídica:

TERCERO.- El conflicto que se suscita en orden a la prevalencia de los principios de «legalidad» y de «seguridad jurídica», ambos garantizados por el art. 9-3 de la Constitución (RCL 19782836 y ApNDL 1975-85, 2875), en relación con la conformidad a derecho y efectos de los actos formalmente producidos por la Administración Pública, tiene primacía aquel último -seguridad jurídica-, cuando concurre la circunstancia propia de otro que, aunque no extraño a la «bona fides» que informa a nuestro Ordenamiento Jurídico, ha sido acuñado por reiteradas sentencias del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, de la que España forma parte y también asumido por la jurisprudencia de esta Sala que ahora enjuicia en numerosas sentencias de las que son una muestra las de 28 de febrero de 1989 (RJ 19891458) y 1 de febrero de 1990 (RJ 19901258), entre otras; que consiste en el denominado «principio de protección a la confianza legítima» al que tiene derecho todo ciudadano en sus relaciones con la Administración, no tan sólo porque se produzca en el mismo cualquier tipo de convicción psicológica, sino únicamente cuando la creencia del ciudadano se basa en signos o actos externos, que la Administración produce, lo suficientemente concluyentes para inducir razonablemente a aquél, a realizar u omitir una actividad que directa o indirectamente habría de repercutir en su esfera patrimonial o sus situaciones jurídicas individualizadas.

Y, al amparo de esta misma doctrina jurisprudencial, podemos ver cómo, por ejemplo, el Tribunal Superior de Justicia de la Región de Murcia, en su Sentencia nº 460/2002, (Sala de lo contencioso-administrativo) RJCA 2002/1126, decide que si la Administración concedió a un contratista la opción de que renunciara voluntariamente a la adjudicación del contrato, y éste aceptó esta opción que, ingenuamente, le ofreció la Administración, no puede luego pretender la Administración demandada ampararse en el tenor literal del precepto, que no contemplaba esta posibilidad de renuncia voluntaria del contratista, sin soportar el perjuicio patrimonial de perder la garantía provisional constituida para participar en la licitación:

TERCERO.- El artículo 3 («principios generales») de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre (RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246), establece en su apartado 1, párrafo segundo:

«Igualmente [las Administraciones Públicas] deberán respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima».

(…) Como señala la más autorizada doctrina y diversas sentencias del Tribunal Supremo (Sala de lo Contencioso-Administrativo), el principio de legalidad no es absoluto por lo que en ocasiones el ordenamiento jurídico hace prevalecer frente a él el de seguridad jurídica, igualmente consagrado en el artículo 9.3 de la Constitución (RCL 1978, 2836), así, por todas, Sentencia 1 de marzo de 1991 (RJ 1991, 2502). Y hay que puntualizar que si bien los principios de «buena fe» y «confianza legítima», como derivados del de seguridad jurídica, son de difícil diferenciación, lo que interesa resaltar aquí es que el que el acto de la Administración, esto es, el escrito que nos ocupa concediendo las dos opciones, fue lo suficientemente claro y concluyente como para provocar en la mercantil la confianza en que al renunciar a la adjudicación actuaba correctamente (en este sentido, la sentencia de 22 de diciembre de 1994 [RJ 1994, 9935]) sin consecuencias gravosas para ella, y ello, independientemente de que el texto del citado artículo 83.3 no autorizara las opciones que se le ofrecían; y en el escrito no se hacía referencia alguna al artículo 35.2 «in fine» del Real Decreto Legislativo 2/2000 (RCL 2000, 1380, 2126) («… la garantía será retenida al empresario incluido en la propuesta de adjudicación o al adjudicatario e incautada a los empresarios que retiren injustificadamente su proposición antes de la adjudicación»), precepto que invoca la demandada.

En conclusión, no podía la Administración calificar la renuncia de la mercantil a la adjudicación de la obra como una retirada injustificada de su oferta económica (calificación que conllevaba la incautación de la garantía provisional constituida por la empresa), si el Servicio de Contratación había provocado en la empresa la creencia de que tal renuncia era una opción válida a la que podía acogerse sin consecuencia negativa alguna para la renunciante.

Por otro lado, en la práctica, vemos con cierta frecuencia cómo los Juzgados y Tribunales acuden a la aplicación de este principio de seguridad jurídica o, en definitiva, de actuación conforme a los propios actos, para rechazar por ejemplo que, si por error, se ha informado al interesado sobre la posibilidad de interponer un determinado recurso, la Administración intente “reconducir” su actuación en el procedimiento judicial, alegando que en ese caso concreto no procedía interponer un determinado tipo de recurso.

A la vista de todo lo anterior, queremos llamar la atención sobre la importancia de la necesaria coherencia que debe seguir la actuación de cualquier Administración Pública en su actuación, evitando crear situaciones que puedan volverse, posteriormente, en su contra; dando lugar a que, en ocasiones, como hemos visto, la confianza legítima y la buena fe terminan prevaleciendo sobre el tenor literal de la Ley, lo que, en ningún caso, resulta deseable.

Comentarios
  • Rubén Darío
    Vamos que seguimos sin poder confiar en la Administración. a temblar,.......

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